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La Tigresa y El Escorpión [fragmento 3º] (1ªParte)

(10690 palabras totales en este texto)
(839 lecturas)  Versión imprimible
Pero los problemas sólo estaban empezando para los marines de plaga.

Siguiendo el imparable avance del Dreadnought, los Ángeles Sangrientos partieron literalmente en dos la formación de los adoradores negándoles por completo cualquier oportunidad de superarles tácticamente, y mucho menos en fuerza bruta, lo cual ocasionó su rápido exterminio.
Volviendo su atención hacia la catedral, Rómulus vio que la Compañía de la Muerte y los Tigres Nevados habían interceptado con éxito a los marines traidores. Sagos y los suyos habían formado un círculo junto a cuatro Tigres y, con el apoyo del Nefasturris, hacían frente al enemigo mientras que al otro lado del Rhino empezaban a asomar más armaduras blancas que hacían retroceder a las carcomidas armaduras verdosas del Caos.
Remus llegó junto a su hermano y vio lo que él. Ambos alzaron el labio superior de modo similar, como bestias enseñando los colmillos. Rómulus fue quien habló.
- ¡Sangrientos!. ¡Acabemos con esa escoria traidora!.

Cheetah y sus tres motoristas estaban haciendo un trompo tras otro, rechazando con ello todos los intentos de acercarse a ellas. Los Tigres Nevados llegaban para apoyarles desde el callejón, los Ángeles Sangrientos ya venían por la avenida, y Nekoi y el capellán se abrían camino hacia ellas entre los traidores.
Las grandes escuadras de Tigres Nevados llegaron repartiendo muerte con sus bólters. A diferencia de la mayoría de capítulos, los neófitos de los Tigres no eran organizados en escuadras de exploradores, sino que cada Tigre adoptaba a un Cachorro para que le acompañara a la batalla y enseñarle a luchar. Entre los marines con servoarmadura, los Cachorros en armadura de caparazón abrían fuego con escopetas y pistolas bólter, sumando su potencia al ya de por sí arrollador empuje de sus filas.
Un sargento de los tigres blandió su espada sierra en una estocada que no logró atravesar la armadura de su objetivo y resbaló sobre su superficie con los dientes de su filo rechinando de frustración. El marine alzó su bólter, pero otro Tigre le hizo errar el disparo y dio tiempo al sargento de hacer otro intento. La espada sierra rebotó esta vez contra el cuchillo del siervo del Caos, pero la pistola bólter acertó de lleno entre los ojos del casco corrompido. Un grupo de marines de plaga cargó contra los Tigres con sus bólters en una mano y blandiendo cuchillos roñosos en la otra. Los Tigres reaccionaron con una contracarga provocando un potente encontronazo entre ambas fuerzas.
Nekoi se dio cuenta de que los Sangrientos de negra armadura luchaban como si no contaran con ella, ni con Ocelot ni con las tisarinas, a pesar de que ahora estaban luchando casi espalda contra espalda. Constantemente les obligaban a seguirles en un alocado avance entre las filas enemigas cuando habría sido más recomendable ganar terreno hacia Cheetah o hacia el resto de Tigres. Se movió a tiempo de interceptar a dos marines que intentaban separarles de los Sangrientos, pero uno de ellos la rechazó de un puñetazo de revés y la mandó al suelo junto a Ocelot. La compañía de la Muerte se alejó y el hueco que dejaron fue rápidamente cubierto por los marines de plaga.
- ¡Capellan! –clamó Ocelot, pero no fue oído.
Las dos tisarinas se reunieron con ellos. Los enemigos les rodearon con movimientos lentos, casi chulescos. Les negaron todo escape alzando sus bólters y cuchillos. Los tenían atrapados y lo sabían. Cheetah llegó desde su derecha atropellando a toda una sección del círculo con otro derrape magníficamente calculado. Las otras tres motoristas llegaron tras ella disparando los bólters de sus monturas. Hubo un aumento de los sonidos de batalla hacia la izquierda de su posición. Rómulus y sus Ángeles Sangrientos habían alcanzado el combate. Nekoi sonrió, mitad aliviada mitad sedienta de aniquilar al enemigo. Vio que Ocelot también sonreía, y juraría que incluso Cheetah esbozó una sonrisa en su rostro oculto por el manto de tisar antes de alzar su espada y volver a la carga.
Rómulus trazó un arco azulado y su Cuchilla Relámpago atravesó a tres enemigos, derribándolos como asquerosas bolsas de entrañas. Los Sangrientos le rodearon rápidamente, trabándose en combate cerrado con todos los enemigos al alcance. Virgilio se movía con una velocidad increíble. Habiendo empleado sus poderes sobre sí mismo, ahora su silueta se había convertido en un borrón rojizo imposible de seguir con la vista. Lo único que podía distinguirse era cómo los enemigos quedaban despedazados a su paso. Un marine de plaga clavó su cuchillo en el cuello de un marine de roja armadura desatando con ello una leve nube amarillenta y matándole al instante. Lo retiró de inmediato, empleó el bólter que llevaba en la otra mano para desviar la espada sierra de un sargento y le hirió en una pierna. El sargento gritó de dolor, pero le agarró el brazo impidiéndole sacar el cuchillo de su muslo blindado. Inmovilizado, el marine de plaga sólo pudo contar los segundos hasta que otro Sangriento le apuntó a la cara con un bólter pesado.
Remus le voló la cabeza al enemigo que había herido a Crasso. El sargento cayó de rodillas, incapaz por completo de emplear su pierna herida, pero siguió disparando su pistola bólter e instó a Remus para que siguiera adelante. Remus obedeció sin chistar.

Los marines de plaga empezaron a replegarse de vuelta hacia la catedral. Atacados por delante y por el flanco con una fuerza tan potente, decidieron que era mejor parapetarse en las posiciones erigidas alrededor del edificio desconsagrado.
Una escuadra de tisarinos de los Tigres se unió a las fuerzas que emergían sin cesar por el callejón. Sus integrantes luchaban en una perfecta sincronía; cuando uno bloqueaba un golpe, siempre había otro tisarino que rematara al enemigo; cuando uno esquivaba, otro atacaba. Rodeaban a sus enemigos y los despedazaban como una jauría de temibles depredadores perfectamente coordinados.
Cuando el Dreadnought de los Sangrientos empezó a aplastar enemigos como cucarachas con su voluminoso puño de combate, los traidores decidieron definitivamente la estrategia a seguir: la retirada. Sin embargo los Tigres Nevados se habían internado ya hasta casi la mitad de la avenida, lo cual impidió a muchos escapar de la trampa en la que habían caido.
La retirada de las fuerzas del Caos fue penosa, costosa. Solo unos pocos alcanzaron las fortificaciones, y no lograron ganar el suficiente terreno a los imperiales para aprovecharlas ya que apenas habían logrado colocarse tras los muros de sacos terreros y paneles prefabricados cuando los Sangrientos y los Tigres les abordaron como un solo capítulo. Los traidores tuvieron dos opciones: morir o dispersarse por los callejones; los que eligieron la primera lo hicieron pagar caro a los imperiales.
Sin embargo aquello estaba aún lejos de terminar. Rómulus estaba ya en los escalones de la entrada a la catedral, aniquilando a los últimos restos del enemigo, cuando se percató de ello.

Docenas, centenares de cultistas y marines de plaga se acercaban desde casi todos los ángulos. Ni siquiera tuvieron tiempo de proferir un solo grito de victoria. Aparecían desde todas las esquinas. Una multitud de traidores avanzando hacia ellos.
- ¡Rómulus! –gritó su hermano-. ¡Nos tienen rodeados, ahora!.
- ¡Capitán! –llamó Cheetah acercándose en su moto.
- ¡Emplearemos estas defensas! –decidió Rómulus en voz alta señalando a las barricadas que rodeaban la catedral-. ¡Aprisa, que Virgilio y Cheetah preparen las defensas!, ¡yo entraré con un grupo en la catedral para buscar a los prisioneros!.
- ¡Es la única cosa sensata que has dicho hasta ahora!.
Todas las miradas se volvieron hacia lo alto de la escalinata, desde donde les había llegado una voz desconocida. Había alguien en el enorme umbral arqueado de la entrada. Las sombras ocultaban sus facciones y sólo permitían ver su silueta. Una multitud de armas se alzaron hacia aquella cosa. La figura pareció moverse y varios relámpagos negros azotaron sobre los imperiales, arrojando a Cheetah, Virgilio, Remus y varios más al suelo entre convulsiones. Sólo Rómulus había quedado en pie. Los rayos no le habían rozado siquiera, pero el resto parecían inconscientes a su alrededor.
El capitán apretó el gatillo, pero se detuvo en el último instante. Se detuvo al ver que una mano emergía de entre las sombras sosteniendo algo colgando de una cadena. Algo rojo y pequeño que su mente identificó en el acto. Era el colgante de escorpión que Aertes le regaló, y que él entregó a Mau en prueba de amor.
La figura soltó una carcajada y desapareció en las sombras. Rómulus reaccionó en el acto. Le persiguió subiendo los escalones de tres en tres con toda la velocidad que pudo imprimir a sus piernas. Varios marines le siguieron, pero cuando Rómulus se hubo internado en la catedral la entrada quedó obstruida por una especie de sustancia orgánica, algo que sin duda debía ser de origen demoníaco.

COMBATE FINAL

La sustancia que había caido como una cascada congelada en el tiempo cubría todo el portal. Rómulus acercó la mano muy lentamente. Sintió algo de alivio cuando la tocó y comprobó que no era corrosiva, pero era dura, compacta como el rococemento, y no podía ver nada a través de ella. Activó su cuchilla relámpago y hendió aquella pared verdosa, pero todas las mellas que lograba hacer se rellenaban casi al instante. Lo intentó con su pistola bólter; los agujeros que abría se cerraban igualmente.
Con un rápido vistazo fue consciente de cómo los ventanales y vidrieras eran recubiertos por la misma sustancia resbalando desde arriba. Estaba atrapado.
La escasa luz de las estrellas se oscureció aún más, pero para los ojos biomodificados de Rómulus eso no era un problema. Avanzó por la nave central entre el pasillo formado entre dos filas de bancos viejos y polvorientos. Al final, en un amplio espacio rodeado de columnas que era donde estaba el altar, había mucha más luz iluminando el glorioso retablo sobrecargado de estatuas. Fuera lo que fuera aquella cosa que cubría la catedral como un caparazón, despedía un olor tan horrible y penetrante que Rómulus no pudo percibir nada por su olfato, pero podía oír una especie de tintineo más adelante.
Con su pistola bólter dispuesta, alcanzó el altar; una sencilla aunque enorme mesa de mármol negro. A un lado, pudo ver el origen del tintineo. Había alguien encadenado entre dos de las columnas. Le apuntó por instinto encogiendo la postura, listo para cualquier cosa, pero la impresión de reconocer a aquella persona le dejó completamente atónito.
Era Aertes. Allí estaba. Después de tanto tiempo le había encontrado en las manos de los siervos de Nurgle, a los que combatía cuando desapareció. Su servoarmadura roja estaba algo demacrada, pero conservaba el aura de majestuosidad que Rómulus siempre había sentido ante su comandante.
Aertes alzó la cabeza. Su rostro tenía un aspecto debilitado, exhausto. Sus ojos se entornaron lentamente y con aparente falta de visión.
- ¿Quién eres? –susurró-. ¿Otro de los esbirros de Nephausto...? ¡Asqueroso pedazo de escoria...!
- Comandante...
Cuando se quitó el casco, una lágrima emocionada resbaló por la mejilla del joven Sangriento mientras caminaba hacia el prisionero. Sin embargo no dejó de mantener la pistola apuntada al entrecejo de aquel marine; no sería la primera vez que el Caos tratara de engañarle, pero podía ver los ojos de Aertes; no podían ser falsos, así se lo decía su corazón.
- ¿Quién...?.
- ¿Sabéis quién soy? –preguntó Rómulus entre sollozos.
Aertes adelantó la cabeza tanto como se lo permitieron sus ataduras. – Tu... ¿Rómulus?.
Al oír su nombre sintió otra lágrima de cristal resbalando por su cara.
- ¿Eres Rómulus...?.
- ¡¿Quién es mi padre?! –le cortó a gritos.
Su alma le gritaba en los oídos que había encontrado al fin a Aertes, pero la propia experiencia que el comandante le había inculcado le forzaba a ser precavido, por mucho que le doliera.
Aertes boqueó y ladeó la cabeza, como si le mirara con un ojo y luego con otro. – Si eres Rómulus, tú no tienes padre –respondió exhalando las palabras-. Te encontré en Rómulus IV junto con tu hermano Remus. Os llevé a Baal para convertiros en Ángeles Sangrientos. Y parece que hice un buen trabajo –terminó con una sonrisa cansina.
- ¡Sí! –Rómulus bajó el arma-. ¡Comandante... al fin os he encontrado!.
Con rápidos movimientos su Cuchilla Relámpago liberó los miembros de Aertes. Acto seguido se hizo un ansiado abrazo entre ellos. Rómulus se aferró a él como al padre que nunca tuvo, pero que Aertes siempre representó para él. Notó que tenía que hacer fuerza para sostenerlo en pie.
- ¡Vaya... Capitán! –dijo orgulloso Aertes al advertir los galones de la hombrera de Rómulus-. ¡Siempre supe que tu lugar estaba al mando de la compañía!.
- ¡Ese lugar vuelve a contar con la persona indicada, señor!. ¡Vamos, hemos de buscar al resto de prisioneros y salir de aquí!.
- Rómulus... aguarda. he de decirte algo...
Aunque se sorprendió del tono repentinamente severo de Aertes, la emoción de tenerle de nuevo a su lado eclipsaba a cualquier otra. Le ayudó a llegar hasta el altar para que pudiera sostenerse.
- Rómulus. Sabes que yo nunca te he mentido.
- ¿Señor?.
- Ya no puedo volver al capítulo.
- ¡¿Qué?!, ¡¿qué estáis diciendo?!.
- La corrupción del Caos ha penetrado demasiado en mí. El capítulo no me permitiría regresar; me entregaría a la inquisición para un juicio rápido y una muerte lenta.
- ¡No digáis tonterías!. ¡Habéis pasado mucho tiempo en sus manos, pero Virgilio o Mephiston sin duda podrán traer la pureza a vos de nuevo!. ¡Siempre habéis sido el Ángel Sangriento más fuerte de la compañía!, ¡no hay sortilegio que pueda con vos!.
- No lo comprendes, hijo mío. He vendido mi alma...

En el exterior, Virgilio, Remus, Cheetah y los demás se reanimaron del aturdimiento que el impacto de aquella magia oscura les había provocado. Los marines de ambos capítulos tomaban posiciones y se preparaban para el inminente asalto de una fuerza superior en número. Los vehículos de los Sangrientos se colocaron en primera línea.
- ¡¿Qué?! –escupió Remus.
Según sus camaradas, Rómulus había quedado solo, atrapado en el interior de la catedral cuando intentó atrapar a aquella misteriosa figura.
- ¡Maldito... estúpido!.
Remus subio las escaleras y descargó una ráfaga a bocajarro contra el muro verdoso que le impedía entrar en la catedral. No consiguió más que provocar un repugnante sonido de succión cuando aquella materia se regeneró de los impactos recibidos.
- ¡Virgilio! –llamó a voz en grito-. ¡Necesitaremos de vuestro poder para traspasar esta barrera impía!.
- ¡Su poder será más necesario en la batalla! –replicó Cheetah volviendo la mirada hacia lo alto de las escaleras.
- ¡No podemos dejar a Rómulus atrapado ahí dentro!. ¡Además aquí fuera no podremos resistir mucho tiempo!
- ¡Pero no sabemos qué es lo que hay ahí dentro, y el enemigo está ya encima de nosotros!.
Los primeros impactos enemigos rebotaron en los parapetos como para corroborar las palabras de Cheetah. Los imperiales devolvieron el fuego con todas las armas que pudieron disparar.
- ¡Maldita sea, Virgilio! ¡abrid esta costra ahora!.
- ¡Eso requerirá tiempo! –contestó el bibliotecario sin moverse de la trinchera en que estaba-. ¡Y la lucha se aproxima!. ¡Rómulus deberá enfrentarse solo a lo que haya ahí dentro!.
- ¡Pero...!.
- ¡Remus, aún soy un oficial superior! –Virgilio agarró enérgico la empuñadura de su mandoble a falta de una mesa a la que dar un puñetazo que demostrara su irritación- ¡de modo que obedece!.
Remus frunció el ceño en el interior de su casco y siguió con la vista la linea de abotargadas figuras con armadura corrupta que se acercaban disparando sobre la marcha. Si cuanto antes acabaran con ellos antes sacarían a Rómulus de allí, así sería. Apoyó un pie en la baranda de piedra. Con un largo y ensordecedor bramido apretó el disparador con tal fuerza que habría partido la empuñadura de haberse tratado de un arma corriente. Los proyectiles explosivos fueron escupidos con furia sobrenatural sobre las filas del Caos.

Rómulus pudo sentir cómo se le helaba la sangre. - ¡No!, ¡eso no puede ser cierto! –negó incrédulo.
- Lo es, Rómulus. He negociado con los poderes del Caos. Como sabes, no hay vuelta atrás.
- ¡No no no no!.
Aertes bajó la vista un instante para luego volver a mirarle a los ojos. Su rostro ahora era mucho más sosegado; su tez pálida había mejorado de color y ahora una serenidad antinatural rodeaba sus ojos como una aureloa. Rómulus aún estaba petrificado.
- Tuve que hacerlo, Rómulus. Bien sabes lo unido que estaba al hermano-capitán Tycho. Desde mucho antes que tú nacieras él era mi mejor amigo. Cuando recibí la noticia de su caída en el pozo de la Rabia Negra y de su posterior muerte en Armageddon, decidí que eso no me ocurriría a mí. No me sentaría a esperar lo que me quedaba de vida a convertirme en una bestia lista para enviar al matadero. ¡No era eso lo que Tycho merecía! ¡era un gran oficial, no una bestia!. Por eso vendí mi alma. La vendí a Nurgle a cambio de que él, como padre de todas las enfermedades, diera una cura a mi cuerpo de la Rabia Negra.
Rómulus empezó a retroceder. No era posible que Aertes dijera una cosa así. – ¡Pero qué estáis diciendo!, ¡la Rabia no es ninguna enfermedad!.
- ¿No lo es? –ahora el tono de Aertes era acusatorio. Se irguió recuperando en un instante toda la fuerza que parecía faltarle-. ¿Cómo llamas entonces a un mal que convierte a marines espaciales, los más altos guerreros del Imperio de la Humanidad, en salvajes máquinas de matar que sólo precisan de ser conducidas por un capellán a la batalla?.
- ¡Tú no eres Aertes. Aertes nunca despreciaría así la semilla genética de Sanguinius!.
- ¡La semilla de Sanguinius no es más que veneno, Rómulus!. ¡Tú mismo estás envenenado al igual que todos tus hermanos!. ¡Llegará el día en que ese veneno te consumirá por completo; entonces tendrás que montar en el Nefasturris llevando la armadura negra de los condenados!. ¡Ese día ya nada te importará... ni tu hermano... ni yo... ni ella!.
Aertes alzó un brazo señalando a lo alto.
- ¡Mau! –soltó Rómulus en un largo y angustiado grito.
También ella estaba allí, encadenada a dos pilares a bastante altura y con la cabeza caída, inconsciente. Estaba herida; le faltaba un guantelete y había sangre en su mano desprotegida.
Preso de la ira, se volvió hacia el impasible Aertes con la pistola bólter a punto para volarle la cabeza y los ojos inyectados en sangre. Una sensación de vacío le crecía rápidamente en la boca del estómago a cada latido. Vio que Aertes sostenía algo en la mano. El colgante de escorpión.
- ¡Tú!.
- Sí, Rómulus –asintió lentamente-. Yo. Sé bien lo que hay entre vosotros dos, y sin duda ambos sabemos que firmaste tu sentencia de muerte al mezclarte con ella. ¡Yo te entregé esto como un presente de padre a hijo!, ¡cuando me marché deberías haberlo conservado como una reliquia, pero lo regalaste alegremente a esa...!
- ¡¿Qué le has hecho?!.
- Nada. Sólo intenté hacerla entrar en razón, como hago contigo, hijo...
- ¡Yo no soy hijo de un traidor como tú!.
- Claro que lo eres. Os convertísteis en mis hijos cuando os dí la vida en el capítulo; tú y tu hermano. Por eso ahora intento salvarte, como siempre he hecho.
- ¿Salvarme?, ¿salvarme de qué?.
- ¡Del veneno que los Ángeles Sangrientos te metieron en la sangre, por supuesto!. ¡Intento salvarte de la sombra de la Rabia Negra!.
- ¡¿Vendiendo mi alma a un demonio del Caos?!.
- Es la única forma. Sólo tienes que confiar en mí, unirte a mí.
Rómulus apretó los labios. Su comandante, su padre perdido, ahora era el enemigo. Había vendido su alma y eso le obligaba a acabar con él de inmediato, pero la pistola temblaba en su mano. El vacío de su interior era tal que ya empezaba a costarle pensar.
- Rómulus –susurró Aertes-. Dime cuándo te he fallado, cuándo te he engañado, cuándo te he decepcionado. Me veas como me veas ahora, tú sigues siendo mi hijo. Y lo que ves no es sino un Aertes Dragmatio libre de las cadenas del Imperio. Unas cadenas que tú mismo y esa Tigresa Nevada habéis roto. Si os descubren, sabes qué es lo que os aguarda a ambos. ¡Uníos a mí!.

La torreta del Razorback desparramó muerte a diestro y siniestro. El artillero tenía la mirada fija en el visor y desplazaba con precisión el punto de mira entre los múltiples objetivos. Las ráfagas de bólter pesado alcanzaban sus blancos en forma de intermitentes líneas luminosas.
- ¡Rechazadlos! –gritó Cheetah disparando desde su moto inmóvil con una voz que podía ser una orden o un ruego según se quisiera interpretar-. ¡No les dejéis acercarse!.
Los exploradores Sangrientos de Malenko siguieron cumpliendo con su deber desde las barricadas abatiendo a un enemigo tras otro con sus rifles de francotirador. Un marine de plaga cayó con un ojo perforado por una aguja ácida de uno de los neófitos, y los dos que estaban a su lado desaparecieron en la cegadora detonación de un disparo de plasma del Dreadnought Fulventos.
Los marines leales se habían apostado en sus posiciones sin orden aparente. Sangrientos y Tigres defendiéndose codo con codo.
Nekoi y Ocelot se habían situado junto a los devastadores de los Ángeles Sangrientos, quienes abatían enemigos a puñados con sus armas pesadas. Ocelot asía su pistola bólter con ambas manos y disparaba con los codos apoyados en el parapeto. Recargó el arma y disparó de nuevo enviando un proyectil contra cada enemigo cuidadosamente elegido. A su lado, el sargento de los devastadores disparaba su bólter de asalto repiqueteando de forma ensordecedora. Hubo una sacudida en el aire, una especie de desagradable cambio de presión y un repentino aumento de la temperatura. Ocelot se agachó por instinto y Nekoi le siguió de inmediato. El chico comprobó los cargadores que le quedaban. Se detuvo al ver que uno de los devastadores de los Sangrientos había caido y su cuerpo ya no existía de pecho para arriba. El sargento también lo miró y luego volvió a alzarse disparando vengativamente y alzando una espada sierra con la otra mano.
Ver al Ángel Sangriento destrozado en el suelo concienció a Ocelot de que era probable que todos ellos acabaran igual.
- ¡Vamos, Ocelot! –le dijo la voz de Nekoi a su espalda devolviéndole la concentración-. ¡Aún falta mucho para que esto acabe!.

Aertes vio que Rómulus dudaba. Sus llorosos ojos iban del suelo a su rostro y luego a la pistola, que no dejaba de temblar. Supo qué era lo que le rondaba la cabeza. – Es por ella ¿verdad?. Temes que no quiera seguirte cuando te unas a mí. También yo he intentado atraerla al abrazo de Padre Nurgle, pero se niega a ver. Ya sabe que está en una prisión que le impide estar contigo, pero aún así se niega a salir aunque yo le abra la puerta. Tú eres inteligente, Rómulus; más que tu hermano y más que esa estúpida imperial. Acaba con ella; libérate de esa carga y ven conmigo, hijo mío.
- ¡No!.
El dedo de Rómulus apretó el gatillo, pero tan lentamente que proporcionó a Aertes el tiempo necesario para actuar. Mandó la pistola al aire de una patada e inmediatamnte detuvo con el antebrazo la mortal Cuchilla Relámpago que Rómulus había blandido en un lento y desganado golpe antes de enviarle al suelo de un puñetazo.
Rómulus cayó de costado haciendo un pesado sonido. Volvió la cabeza para ver cómo Aertes tomaba la pistola del aire y apuntaba a Mau con ella.
- ¡No debí conservarla con vida! –espetó.
- ¡Nooo!.
Rómulus se arrodilló y saltó sobre Aertes con las manos por delante en un desesperado intento por evitar la muerte de Mau. Logró aferrarle la muñeca justo cuando el primer proyectil era disparado con un dramático estampido.
Siguió con la vista la estela blanca del proyectil en su vuelo hacia ella. El empuje de Rómulus había desviado el tiro y éste fue a impactar en una de las cadenas que la sujetaban, rompiéndola y liberando uno de sus brazos, que cayó laxo a un lado de su cuerpo.
Cayó en pie forcejeando furiosamente con Aertes. Si aquel había sido alguna vez el Aertes que conocía, ya había dejado de serlo. No era más que otro señor del Caos, otro traidor al que ajusticiar.
Vio la rabia en los ojos de Rómulus y supo que ya no podría convencerle mientras ambos empujaban y giraban como un tornado alrededor de la pistola. Ya no podría salvarle, y todo por culpa de esa... esa marine. Rómulus le obligó a retroceder hasta darse de espaldas contra una columna, deplegando una fuerza que desconocía por completo en él.
- ¡Eres un demonio! –le escupió Rómulus a la cara-. ¡Has traicionado al capítulo y al Imperio!. ¿Preguntas cuándo me has decepcionado?, ¡nunca me habías decepcionado hasta este día!. ¡Ojalá nunca te hubiera encontrado!. ¡Prefiero caer en la Rabia Negra durante mil vidas antes que unirme a alguien como tú!.
El señor del Caos se impulsó lanzando al Sangriento por los aires hasta aterrizar sobre el altar y rodar a un lado hasta el suelo. La pistola salió despedida hacia las sombras.
Conforme hablaba, Aertes empezó a cambiar. Su armadura perdió los emblemas imperiales; su color se hizo verdoso y tres calaveras aparecieron en su pecho. Una especie de báculo apareció en su mano como por arte de magia y desde su espalda una capa negra se extendió hasta el suelo. Era, como Rómulus había temido, el señor del Caos que había visto entrar en la catedral y a quien reflejaban todas aquellas estatuas impías que los adoradores habían erigido por doquier.
- He intentado salvarte, Rómulus, pero te niegas al igual que esa necia a salir de tu prisión. Aertes dejó de existir en aquella rebelión de Malevant II. Ahora soy Nephausto, el que no tiene sed de sangre, el que nunca caerá en la Rabia Negra, el que vivirá por siempre libre del Imperio.
- ¡Ven traidor, que yo te liberaré por siempre de tu existencia!.

Remus bajó los escalones a la carrera para situarse entre los devastadores. Saltó sobre los restos de un hermano marine que debía de ser Lavere, ya que sólo él portaba un lanzamisiles.
Virgilio se desplazó por el muro sin dejar de disparar su pistola hasta encontrarse con Cheetah. Los bólters acoplados de la montura de la capitana de los Tigres consumían provechosamente su munición abatiendo adoradores por doquier.
- ¡Sargento! –llamó Virgilio a lentos gritos para hacerse oír por encima del fragor de la batalla-. ¡Cuando el enemigo se acerque, nosotros lanzaremos un contraataque justo por el centro de nuestras filas!. ¡Evitad que nos rodeen y tendremos una oportunidad de rechazarles!.
Cheetah negó con la cabeza antes de contestar. En ningún momento apartó la vista de las filas enemigas. - ¡Los contraataques son nuestra especialidad! –dijo-. ¡Lo haremos nosotros!.
- ¡De acuerdo! –convino el bibliotecario Sangriento-. ¡Esperad a mi... oh no!.
Virgilio lanzó una maldición. El Dreadnought, víctima de la Rabia Negra, se había lanzado al ataque contra el enemigo derribando una sección de las barricadas a su paso. Algunos Ángeles Sangrientos le siguieron contagiados por su ansia y sed de lucha.
El bípode cargó a zancadas salvajes y pesadas como una enorme bestia. Los primeros enemigos que toparon con él no tuvieron ocasión alguna de defenderse ya que fueron literalmente atropellados bajo su peso.
- ¿Pero qué es lo que...? –empezó a decir Cheetah.
- ¡Maldita sea! –cortó Virgilio-. ¡Si váis a lanzar ese contraataque, es ahora o nunca!.
Nekoi volvió la vista para ver cómo el Dreadnought que custodiaba el centro de sus posiciones avanzaba seguido por algunos Sangrientos buscando prematuramente enzarzarse en combate. Ellos estaban cubriendo el flanco derecho, por lo que no pudieron reaccionar a aquel movimiento imprevisto. El Rhino negro maniobró rápidamente para seguir al Dreadnought; con el capellán encaramado a su parte superior lanzando vigorizantes gritos de guerra en la lengua de Baal. Nekoi no pudo comprender su significado, pero pudo sentir la fuerza de las palabras.

Atacó. Atacó como nunca había atacado a ningún enemigo. Puso su alma en cada arco de su Cuchilla Relámpago, gritó con el alma dolorida a cada movimiento porque debía matar a su propio padre y mentor. Lanzó furiosos golpes sin control alguno, abalanzándose sobre Nephausto como un tanque, pero éste interpuso su báculo en todas las trayectorias de su cuchilla como si pudiera leer sus pensamientos. En realidad no le hacía falta, ya que fue él mismo quien le enseñó a luchar. – Has mejorado mucho, Rómulus –se burló- pero nunca fuiste rival para mí, y desde luego no lo eres ahora.
Para demostrar lo que decía, Nephausto trabó la cuchilla con su báculo, la apartó para deshacer la defensa de su rival y le asestó una patada en pleno vientre. Rómulus retrocedió y antes de recuperarse el báculo se estampó en su cara haciéndole caer rotando en el aire como una peonza.
Se incorporó lamiendo la sangre que brotaba de su labio y volvió a cargar haciendo que el eco de sus alaridos de ira rebotara por toda la ancestral nave. Su oponente era ahora mucho más rápido de lo que recordaba; incluso se permitió jugar un poco con él esquivando sus golpes con rápidos pasos laterales y haciendo molinetes con su bastón antes de volver a tumbarle con un golpe de revés.
- No tienes nada que hacer, hijo mío. Únete a mí... o muere.
Una neblina negra empezó a envolver el báculo de Nephausto y a desplazarse hacia su extremo superior. La niebla emitió un gemido torturado casi inaudible cuando se aremolinó y desapareció de repente, dejando en su lugar una gran hoja de guadaña en el extremo del bastón.
Se levantó con la mirada fija en los ojos de Aertes. Esperaba encontrar la mirada de un demente, o de alguien poseído. Pero lo que vio no era sino el Aertes que recordaba, su expresión seria y adusta, sus ojos mirándole con autoridad.
Había vendido su alma, pero seguía siendo el mismo. No estaba loco ni había sido manipulado; se había unido a los demonios del Caos por su propia voluntad. Eso fue algo que Rómulus no pudo soportar.
Nephausto vio cómo Rómulus se levantaba de nuevo y venía en busca de su muerte. Apretó las manos en torno a su guadaña, pero sintió que le faltaba seguridad en su propósito. Aunque ahora fuera su enemigo, aquel hombre no dejaba de ser su hijo y se sentía en parte responsable de él. Quería liberarle aún del falso Emperador, darle a conocer las maravillas que había descubierto al servicio de Nurgle; incluso podía quedarse con aquella marine con la que se había encaprichado. Pero si se negaba a unirse a él, sólo podría verle como a un enemigo.
Rómulus se movió con velocidad antinatural, como un fuegorpión enfurecido. Su Cuchilla Relámpago en forma de pinza voló de lado a lado obligándole a hacer un verdadero esfuerzo para detener y esquivar sus golpes mortales. Se defendió sólo con el mango de su arma, evitando cada uno de los movimientos de su oponente con fugaces bloqueos y esquivas. Rómulus seguía empleando el estilo de lucha de Baal, algo que él le enseñó y que conocía mucho mejor.
Siguió lanzando un golpe tras otro acompañando cada movimiento con un gemido esforzado, pero era incapaz de superar la perfecta defensa de Nephausto. El asta de la guadaña se movía siempre para impedirle alcanzar el cuerpo de su enemigo, y, de alguna manera, agradecía no ser capaz de acabar con él.
Durante un lance especialmente rápido del combate, Nephausto le agarró por el brazo y sostuvo la Cuchilla Relámpago contra una columna con su guadaña.
- Esto es el final, Rómulus –declaró con cierto pesar-. Es tu última oportunidad. Únete a mí...
Rómulus volvió a ver aquella sinceridad tan dolorosa en el señor de Caos. Fuera lo que fuera ahora, aún era Aertes. Un Aertes traidor.
- ¡Vete al infierno... padre!.
El codo de Rómulus se aplastó contra la cara de Nephausto rompiéndole la nariz. El Sangriento blandió su arma para ensartarle las entrañas, pero su brazo fue desviado de una patada y el mango de la guadaña le asestó un golpe ascendente al mentón que le dejó desorientado. Sacudió la cabeza una vez y detuvo la guadaña con su cuchilla, pero entonces su enemigo le barrió ambas piernas con otra patada. Cayó boca arriba, con el filo espinoso de Nephausto sobre su garganta.
Le puso un pie sobre el brazo armado para evitar que se moviera más. – ¡Sin duda sóis el uno para el otro! –afirmó molesto limpiándose el bigote de su propia sangre-. ¡Podréis reuniros en el infierno de mi señor!.
Lo tenía a su merced; le había ofrecido la salvación y le había rechazado. Ya sólo había una forma de terminar aquello.
Rómulus vio la sangre que brotaba de la nariz de Nephausto. Eran tan roja como podía serlo la suya y pudo olerla a través de la escafandra apestosa de aquel lugar. Pudo percibir el dolor de Nephausto por encima del suyo propio cuando la hoja presionó su garganta; pero sólo lo suficiente para que una gota de sangre resbalara por su cuello; como si, después de todo, no se viera capaz de acabar con él.
De repente la expresión de los ojos de Nephausto cambió, y Rómulus supo que ya nada detendría a su padre.
Nephausto sintió de improviso que alguien le atrapaba por detrás rodeándole la cintura con unos brazos protegidos por brazales blancos. Nada le había podido prevenir de que Mau, una vez liberado su brazo, había cortado el resto de cadenas que la sujetaban cubierta por los ruidos del combate.
- ¡Maldito bastardo! –farfulló la Tigresa alejando a Nephausto de su presa con la fuerza del impacto.
- ¡Mau! –gritó Rómulus poniéndose en pie de un brinco.
- ¡¿Tú otra vez?! -rugió Nephausto bregando por volverse-. ¡Maldita niña con armadura!.
Rómulus cargó contra el inmovilizado Nephausto con su Cuchilla Relámpago preparada, pero el señor del Caos tomó la mano desprotegida de ella y, con un veloz giro, se colocó a su espalda apresándole el brazo en una llave y empleando su cuerpo como escudo. Rómulus se detuvo de inmediato y Nephausto empujó a Mau contra él. La recibió en sus brazos evitando que cayera ya que, a pesar de su valiente acción, aún parecía debilitada.
- ¡Mau!, ¿estás bien? –se preocupó Rómulus volviendo de inmediato la mirada a Nephausto, quien les esperaba sonriendo y haciendo lentos molinetes con su guadaña.
- ¡Si! –respondió ella enérgica-. ¡No te distraigas ahora!.
- ¡Qué conmovedor! –se burló Nephausto-. Casi me alegro de poder veros con mis propios ojos, ya que aún me costaba imaginar un romance así.
- ¡Veamos si te conmueven mis garras en tus ojos! –rugió la Tigresa.
Los dos se lanzaron contra su rival como fieras salvajes.
Nephausto avanzó hacia ellos poco a poco hasta que se produjo el choque. Detuvo con su guadaña la garra de Mau, rechazó a Rómulus con una patada y lanzó un golpe con el mango del arma a la cabeza de ella. Mau se agachó evitando el golpe y saltó propinando una patada giratoria al emblema del pecho de Nephausto, quien retrocedió un paso antes de lanzar un tajo en vertical sobre la Tigresa. Rómulus le detuvo con su arma y le pateó en la rodilla con apenas fuerza para hacérsela doblar un poco, pero suficiente para hacerle perder el equilibrio por unos momentos. Aprovechándose de ello, Mau le acuchilló el costado con su garra. El señor del Caos le agarró la muñeca sin más y asestó un cabezazo a Rómulus haciéndole retroceder. la Tigresa intentó sacar su arma de la herida, pero el mismo Nephausto fue quien le retiró el brazo y le sacudió un rodillazo en el estómago haciéndola caer por los escalones que elevaban el altar sobre el suelo.

Virgilio blandió su espada a dos manos abatiendo uno tras otro a los enemigos que alcanzaban su posición. A su alrededor, los Ángeles Sangrientos mantenían una densa cortina de fuego disparando sus bólters sin tregua, pero ya no era suficiente para detener a la horda de mutantes y podridos enemigos que les acosaban.
- ¡Proteged el contraataque! –ordenó durante un leve respiro que sus hombres le brindaron-. ¡No les permitáis que separen nuestras fuerzas y podremos hacerles retroceder!.
Un disparo bólter le acertó en el costado y le hizo girar sin control hasta caer de rodillas. Se levantó con redoblada fuerza ensartando a un marine de plaga que estaba a punto de saltar el muro. Lo mantuvo en vilo para que todos pudieran verlo y canalizó una descarga de energía a través de los circuitos psicocristalinos de su mandoble. El cuerpo del traidor quedó rodeado por crepitantes relámpagos como serpientes. Surgieron llamas azuladas por su respirador y sus visores, y cuando Virgilio le arrojó al suelo cayó como si ya no hubiera un cuerpo dentro de aquella armadura calcinada.
Cheetah y su escuadrón se unieron a la fuerza encabezada por el capellán de los Sangrientos y el Dreadnought que había abandonado sus posiciones para internarse en el corazón del ejército enemigo. Por detrás de ellas, los tisarinos les seguían a la carrera con sus garras preparadas. La espada de la sargento cercenó en redondo dos cabezas traidoras con un mismo tajo. Maniobró por la derecha del Dreadnought barriendo toda una sección de tropas enemigas con el fuego de sus bólters y mantuvo la posición pidiendo al Emperador poder acabar con todos los enemigos que pudiera antes de caer.
- ¡Mira, Cheetah y los tisarinos siguen a los Sangrientos! –gritó Ocelot describiendo lo que veían sus ojos felinos-. ¿Debemos seguirles también?.
- ¡No tenemos órdenes! –negó Nekoi-. ¡Debemos cubrirles e impedir que les rodeen.
- ¡A cubierto!.
El aviso de Ocelot llegó una milésima de segundo tarde. El misil que había disparado su instinto de depredador impactó de lleno contra el parapeto tras el cual se ocultaban. Tanto él como Nekoi se agacharon a tiempo, pero los devastadores Sangrientos cayeron hacia atrás a la vez víctimas de la explosión. El muro había resistido el impacto.
Remus sacudió la cabeza. Sentía que estaba tumbado de espaldas, pero no podía ver nada. Se quitó el casco comprobando que la metralla había destruido los visores. De no haberlo llevado puesto ahora tendría un pedazo de metal en lugar de cerebro. Se arrodilló comprobando su bólter pesado a la vez que despejaba su mente con un esfuerzo mental. Le pitaban los oídos dolorosamente, pero aún podía oír los sonidos de la batalla. Un devastador que portaba el cañón láser también se levanto, pero ni el sargento ni el otro artillero se movieron del suelo. El sargento Dálcabo movía la cabeza de un lado a otro como si no supiera dónde estaba; el artillero de lanzamisiles tenía el cuello abierto y su sangre se encharcaba a su alrededor.
- ¡Ocelot, prepárame ese lanzamisiles! –ordenó Remus emergiendo de la barricada y abriendo fuego otra vez.
El joven Tigre obedeció de inmediato. Recogió el arma y empezó a comprobarla según había aprendido. Estaba en buen estado. Se colocó bajo Remus casi cargando con el hombro contra la cobertura. Se había colocado al cinto todos los misiles que había encontrado en el cadáver del Sangriento.
- ¡Listo! –gritó.
Remus se colgó el bólter pesado al hombro por la cinta de munición y se acomodó el lanzamisiles mientras Ocelot volvía a disparar su pistola. El visor tenía la lente agrietada, pero funcionaba. Apuntó hacia la formación de enemigos más densa que pudo encontrar y disparó. La estela blanca voló hacia el blanco con precisión insuperable y una explosión hizo llover metralla sobre los seguidores del Caos.
- ¡Recarga, misil fragmentario! –ordenó Remus pasándole el lanzamisiles a Ocelot y retomando mientras tanto su bólter pesado.
El marine del cañón láser impactó en un marine de plaga desintegrando toda la parte izquierda de su pecho y hombro. Como movidos por una orden inaudible, los adoradores cargaron contra aquella sección de las defensas imperiales.

Nephausto evitó otro golpe de Rómulus, deteniendo su brazo armado con el mango de su guadaña. Tomó rápidamente la iniciativa, lanzando habilidosos golpes que el Sangriento bloqueó a duras penas. Le hizo retroceder hacia una de las columnas y, justo cuando su espalda topó contra ella, lanzó un tajo horizontal. Rómulus se lanzó rodando por debajo del filo dentado y alejándose de su oponente, que no pudo evitar que la hoja se clavara en la piedra. Desclavó el arma arrancando pedazos de la columna; al volverse vio de nuevo a sus dos enemigos uno junto al otro.
- ¡Bravo, por los dos! –exclamó sarcástico el señor de Nurgle.
Alzando un odre de su cinto, Nephausto tomó un largo trago de su contenido. Rómulus y Mau pudieron ver cómo la sangre negra de su costado se volvía roja y retornaba a sus heridas para desaparecer sin dejar rastro.
Mau frunció el ceño. Nephausto estaba siendo un formidable rival a pesar de ser dos contra uno. – Juntos –susurró mirando de reojo a Rómulus.
El capitán asintió sin perder de vista a Nephausto confrome éste se alejaba de las columnas para tener campo libre. Apretó con fuerza los puños intentndo sacar las fuerzas que le faltaban. Ya no era el respeto que setía por su padre lo que le impedía acabar con él, sólo su superior habilidad en combate.
- Rómulus... –dijo negando con la cabeza y continuando su paseo alrededor de ellos-. Has debido aceptar mi oferta. Matarte me causará más dolor a mí que a ti.
- Hoy sólo morirás tú –siseó Mau en respuesta.
- No hago tratos con los muertos, y tú lo estás desde el día en que te vendiste –le espetó Rómulus con desprecio.
Mau se separó amenazando el costado derecho de Nephausto. El señor del Caos giró, siguiéndola con su guadaña, mientras Rómulus se colocaba a su espalda.
El primer golpe fue del mismo Rómulus intentando ensartarle por detrás a través del generador de su armadura. Nephausto se volvió en un parpadeo, desvió la Cuchilla Relámpago de un golpe y le asestó una patada en la cabeza para inmediatamente después encarar a Mau de nuevo. Se dobló hacia atrás evitando que la Garra Tisarina le despedazara el rostro y preparó su guadaña para partir su cuerpo en dos.
Rómulus saltó sobre la espalda de Nephausto. Con una mano le atrapó por el brazo impidiéndole culminar su tajo y con la otra le hundió su cuchilla en el cuello. El señor del Caos quedó paralizado, el arma cayó de sus manos conforme ponía los ojos en blanco. Mau le lanzó un puñetazo al pecho con su garra pero la mano libre de Nephausto la detuvo atrapándole la muñeca. Sus ojos devolvieron la mirada a Mau con gesto furioso; su otra mano se sacó la cuchilla del Sangriento del cuello.
La cara de Nephausto estaba empezando a cambiar. Su piel parecía más pálida y más fláccida y sus ojos más hundidos. Los levantó por los brazos obligándoles a permanecer de puntillas. - ¡Necios! –siseó en un gorgoteo.
Rómulus y Mau fueron lanzados con sorprendente fuerza hacia el altar. Mau chocó de espaldas contra la losa de mármol y soltó un quejido agotado, cayendo de rodillas. Todo el sufrimiento que había pasado aún reververaba en sus músculos y huesos. Consciente de ello, Rómulus se adelantó de inmediato dispuesto a protegerla, pero Nephausto no hizo ademán de atacar. En lugar de ello tomó de nuevo su odre y se lo llevó a la boca. No pudo tragar nada; un sorprendente movimiento de Rómulus abrió el recipiente de piel desparramando su contenido por el suelo. El líquido era rojo y pegajoso, y su olor era inconfundible.
- ¡No! –se quejó Nephausto sorprendido-. ¿Qué has hecho, estúpido?. ¡Necesito sangre para mantenerme incorrupto!.
- ¡Púdrete, pues es tu verdadera naturaleza! –le gritó Mau furibunda.
El rostro empezó a llenársele de pústulas. De sus heridas manó su hedionda sangre negra en un flujo contínuo y espeso. Su armadura empezó a cuartearse; se abotargó en varios puntos y oxidó en otros. De llevó una mano a la cara, pero al menor contacto de sus dedos su piel se rompió y liberó una especie de pus.
Rómulus contempló con asombro la horrible deformación del que fue Aertes. Buscaba un remedio contra la Rabia Negra, pero había encontrado algo mucho peor. - ¡Ya nada puede eliminar la corrupción de tu alma, Aertes!. ¡Ya no tienes sed de sangre, pero debes beberla para no descomponerte! ¡sufre las consecuencias de tu traición!.
- ¡Los dos pagaréis por esto! –rugió Nephausto con voz gutural.
La guadaña se levantó del suelo hasta volver a sus manos y acto seguido trazó un arco descendente sobre Rómulus obligándole a hacerse un lado. Rómulus contraatacó, pero su cuchilla fue bloqueada por el mango de Nephausto y no logró alcanzar su cuerpo purulento. La guadaña volvió a girar en una hábil maniobra que Rómulus logró detener antes de que mordiera su bajo vientre. Mau volvió al combate de un salto, pateando la pierna de Nephausto con toda la inercia que pudo reunir; pero su cuerpo parecía ahora más compacto y tuvo la impresión de haber pateado una de las columnas. Repelió a Rómulus de un puñetazo de revés y alzó un pie goteante de limo para devolverle a Mau la patada, pero el señor del Caos se volvía más lento a cada bocanada de aire que tomaba y ella no tuvo dificultad alguna en escurrirse por debajo de la pierna, girarse y lanzarle un zarpazo al costado. El golpe rebotó contra su armadura y la respuesta de Nephausto fue un lento y enfermizo sesgo horizontal que de nuevo no supuso ningún problema para la agilidad felina de Mau aún estando debilitada hasta la extenuación. Se agachó dejando pasar el pesado movimiento de su enemigo y vio cómo Rómulus aparecía a la espalda de su adversario y le atrapaba por los brazos.
- ¡Ahora! –gritó el Sangriento en una imperiosa orden.
Mau se lanzó con su garra por delante contra la garganta de Nephausto sin estar muy segura de poder causar más daño en aquella carne muerta y putrefacta. Nephausto abrió la boca hasta lo imposible y le vomitó un enjambre de mosquitos en plena cara. Los insectos parecían querer metérsele por todos los orificios de su cabeza y por sus ojos. Mau retrocedió luchando contra el enjambre y Nephausto aprovechó para girarse de forma tan violenta que envió a Rómulus al suelo. El capitán se desplazó rodando justo antes de que la guadaña se hincara en la porción del suelo que segundos antes había ocupado su cuerpo.
- ¿Es eso lo que querías hacer de mí? –increpó al traidor propurando alejarle de Mau-. ¿Es esa la cura que me ofrecías para la Rabia Negra?. ¡Mírate ahora, Aertes!. ¡No eres más que un engendro putrefacto!.
Mau vio a su enemigo dándole la espalda, atacando a Rómulus, entre el insoprotable velo del enjambre. Manoteó irritada, tratando por todos los medios de deshacerse de aquella plaga de insectos impíos.

Remus volvió a encararse el lanzamisiles que le pasaba Ocelot y disparó a la cada vez más cercana masa de enemigos. El impacto abrió un boquete en sus filas y les hizo dudar, algo fatal a aquella distancia. Ocelot sonrió satisfecho de la magistral puntería de Remus mientras deslizaba otro misil en el tubo del arma. El bólter pesado del Sangriento se encasquilló de improviso y Nekoi y Ocelot tuvieron que disparar sus pistolas bólter en modo automático para evitar que los adoradores alcanzasen sus posiciones. Cuando agotó su último cargador, Ocelot cogió el bólter de asalto del sargento devastador y abrió fuego.
- ¡Lo están consiguiendo! –vitoreó Nekoi-. ¡Mirad, el enemigo se retira!.
Era cierto. El asalto de los sangrientos y los Tigres estaba haciendo retroceder al enemigo. Pudieron ver a las motoristas de Cheetah protegiendo el flanco derecho del Dreadnought.
Cheetah bloqueó el golpe de uno de los marines de plaga. El traidor empujó hasta hacer volcar su motocicleta y ambos cayeron rodando. Se levantó con una pirueta y volvió a detener el golpe de bayoneta del marine. Un tisarino apareció a su lado arrancando un pedazo de armadura decrépita de un zarpazo, el enemigo se quejó y Cheetah hizo descender su hoja sobre su casco, partiéndoselo en dos. Empleando su moto caída como una improvisada cobertura, Cheetah tomó una pistola bólter y empezó a disparar a todo el que se le acercó.
Remus peleó con la recámara intentando extraer el casquillo atascado mientras Nekoi y Ocelot le cubrían. Finalmente logró sacarlo y amartilló el bólter pesado, pero cuando miró de nuevo al enemigo éste les había dado alcance. Un primer adorador saltó contra él por encima de la barricada y fue repelido hacia atrás de un golpe de su arma. El segundo cayó víctima de un disparo del joven Tigre pero el tercero, un marine de plaga especialmente alto, no se detuvo a pesar de los intentos de Ocelot y aplastó a Remus contra el suelo.

Nephausto siguió lanzando un golpe tras otro. Sus movimientos se habían vuelto lentos y predecibles, pero mucho más potentes. Sus ojos se vidriaban cada vez más, su cabello y barba se le caían a puñados y la piel de su cara se abotargaba haciéndole irreconocible.
Rómulus retrocedió hasta toparse con algo. Se giró a un lado justo antes de que la guadaña partiera el altar en dos en una explosión de polvo y pedazos de mármol negro. El traidor preparó otro golpe, pero Mau se encaramó sobre sus hombros apresándole el cuello en un poderoso candado. El peso de la Tigresa pasó desapercibido para Nephausto, pero alzó un brazo grimoso intentando agarrarla mientras con el otro seguía lanzando torpes tajos a Rómulus. La presa de Mau aumentó repentinamente su presión en un intento de quebrarle el cuello, pero le fallaron las fuerzas y su carne decadente ofrecía una resistencia mucho mayor de lo que esperaba. Nephausto no pudo evitar que la cabeza se le doblase a un lado hasta perder de vista a Rómulus, quien apartó la guadaña fácilmente y arremetió contra él con un bramido.
La Cuchilla Relámpago se hundió en el vientre hinchado del señor del Caos de un solo golpe. Rómulus le rajó de abajo arriba hasta el cuello, extrajo las cuchillas y las volvió a hundir en su cuerpo. Una y otra vez mutiló el torso de Nephausto haciendo caso omiso de las apestosas entrañas que colgaban de sus heridas abiertas y del negro fluido que manchaba su armadura a cada tajo. Le arrancó como un carnicero pedazo tras pedazo de carne hasta que su propio brazo empezó a dolerle por el esfuerzo. Nephausto retrocedió dando tumbos, perdió pie en uno de los escalones y se precipitó de espaldas contra una columna.
- ¡Mau, cuidado! –exclamó Rómulus señalando tras ella.
La Tigresa saltó separándose del traidor justo antes de que éste se estrellara ruidosamente contra el tronco de piedra. Su respiración salía de sus pulmones auchillados y llenos de flemas en un desagradable burbujeo. Al caer al suelo de rodillas, Mau fue incapaz de levantarse, presa del agotamiento.
Nephausto se apoyó en su guadaña y alzó su horrible cara para ver cómo Rómulus se arrodillaba junto a Mau y estrechaba sus manos para darle fuerzas. Pareció ser consciente de ello, aunque era imposible imaginar la dirección de sus ojos lechosos y carentes de vida. Ambos respiraban por la boca y estaban bañados en sudor. Rómulus le estaba mirando lastimosamente. Parecía querer decir algo; algo que expresase su compasión por Aertes, pero las palabras no brotaron de sus labios. Mau se acurrucó contra él lanzándole silenciosa su desprecio.
- ¡Tú! –suspiró Nephausto costosamente con lo que debían de ser sus últimas furzas-. ¡Ramera...! ¡has apartado de mi lado... a mi propio hijo!.
- ¡Cierra tu apestosa boca! –imperó Rómulus de inmediato con su voz potenciada por el eco del lugar.
- Fuiste tú quien se apartó de su lado –puntualizó ella con convicción.
- Bien... bien... –sus labios partidos se arquearon en una desagradable parodia de sonrisa derramando saliva por lo que le quedaba de barba-. Veremos cuánto duras tú a su lado, niña. Es cuestión de tiempo que la enfermedad de la Rabia Negra le domine. Y cuando eso ocurra, seguramente te matará.
- ¡Eso no ocurrirá jamás! –Rómulus negó con la cabeza-. ¡La Rabia no es una enfermedad!. ¡Podemos dominarla, pero tú no fuíste lo bastante fuerte!.
- ¿Eso crees, muchacho?. ¿Crees que puedes dominarla a cada segundo del día y de la noche durante toda tu vida? –un gorgoteo surgió de la garganta de Nephausto a modo de risa-. No tendrás ni la mitad de mi edad cuando te des cuenta de tu error.
El señor del Caos se irguió dejando una enorme mancha viscosa en la columna. Su capa empezó a agitarse movida por el viento, pero en el interior de la catedral no soplaba ni la más leve brisa.
- No le escuches –susurró Mau aún a sabiendas de que aquel era un tema sobre el que apenas sabía nada.
Rómulus frunció el ceño y se preparó para una nueva lucha cuando su enemigo caminó hacia ellos apoyándose en su arma.
- En cuanto a ti –se dirigió otra vez hacia la Tigresa- debo felicitarte. Tus camaradas y los Sangrientos han conseguido derrotar a mis legiones. Aguardaré con ansia nuestro próximo encuentro, Tigresa Nevada.
- ¡No habrá próximo encuentro! –Rómulus se levantó alzando su Cuchilla Relámpago-, ¡porque vas a morir aquí y ahora!.
Nephausto ignoró a Rómulus. - ¿Te ha contado lo que ocurrirá cuando vista la armadura negra?.
La Tigresa bajó la mirada sin decir palabra.
- Veo que algo te ha dicho. Pero no te lo ha contado todo. Puedo sentirlo. ¿Quieres que yo te lo diga?.
Rómulus cargó contra Nephausto soliviantado por su increpante conversación. Nephausto desplegó sus alas, unas alas decrépitas y marchitas que no obstante conservaban todo su demoníaco poder, y se elevó a toda velocidad hacia la cúpula de cristal que coronaba bóveda superior.
- ¡Lo averigarás, tarde o temprano!.
- ¡Vuelve! –ordenó Rómulus incapaz de alcanzarle.
La vidriera quedó hecha añicos al ser atravesada por Nephausto en su huida. Los fragmentos de vidrio coloreado cayeron como brillante lluvia sobre los restos del altar.
- ¡Vuelve, traidor asqueroso!, ¡vuelve! –gritaba Rómulus la vacío-. ¡Aertes!.

Tumbado en el suelo, Remus forcejeó intentando quitarse de encima al marine de plaga, pero le resultó de todo punto imposible. El resto de marines leales estaban demasiado ocupados rechazando el asalto a la desesperada que las fuerzas del Caos habían lanzado y no pudieron ayudarle. El traidor le agarró por el cuello y alzó un largo cuchillo para clavárselo en la cara. Remus le detuvo agarrándole la muñeca, pero poco a poco la hoja descendió hacia sus ojos merced a la superior fuerza de su oponente. El otro brazo de Remus estaba atrapado bajo su bólter pesado. Lo sacudió violentamente para liberarlo y notó algo cilíndrico en la mano, como el mango de un arma. Lo agarró, tiró con fuerza y lanzó un golpe hacia arriba. Como esperaba, había agarrado el trofeo de colmillo de tisar que adornaba su bólter pesado, y ahora adornaba la garganta del marine traidor. Se giró para hacer a un lado aquel peso muerto y se levantó. Al preparar su arma tiró sin darse cuenta de la cadena que sujetaba el colmillo, arrancándolo del cuello del cadáver. Disparó una, dos veces. Se percató de que le faltaban blancos a la vista.
- ¡Huyen! –exclamó con su fastidiosa costumbre de gritar lo evidente.
- ¡Sí! –le respondió Nekoi entusiasmada-. ¡Hemos vencido!.
- ¡Por el Emperador! –convino Ocelot-. ¡Que sus almas impuras ardan en el infierno!.
Hubo un extraño sonido tras ellos. La sustancia que cubría la catedral se estaba retrayendo. Encogía como si se secara y marchitara a causa de la derrota de las fuerzas de Nurgle.
- ¡Rómulus! –recordó Remus en un parpadeo.
La costra seca no ofreció resistencia esta vez al fuego de su arma. Abrió a ráfagas un boquete por el que entrar mientras las primeras luces del alba empezaban a teñir el cielo con una hermosa tonalidad purpúrea. Entró en la catedral gritando el nombre de su hermano, pero le encontró en seguida. Estaba junto al altar, arrodillado en el suelo junto a un Tigre Nevado. Era Mau. Rómulus la sostenía como si ella no pudiera valerse por sí misma. Cuando llegó a su lado corriendo, apenas pareció darse cuenta de su presencia.
- Rómulus. ¿estás bien?.
- Estamos bien –respondió él severo sin apartar la vista de ella.
La Tigresa se había desvanecido. Reposaba en sus brazos con una lenta respiración que suponía una aliviante diferencia con un cadáver. Ambos tenían varias heridas en la cara y abolladuras en sus armaduras. El altar estaba destrozado, había grietas resquebrajadas por todo el suelo y una de las columnas parecía haber sido embestida por un tanque y estaba cubierta de algo asqueroso.
- ¡No has debido entrar aquí tú solo!.
- Era lo que él quería.
- ¿Él?. ¿Quién?.
- ...
- ¡Rómulus, háblame!. ¿Quién...?
- ¡Mau! –gritó Nekoi apareciendo por detrás de Remus.
La Tigresa se agachó junto a Rómulus preocupada por su camarada.
- No la molestes ahora –dijo el capitán en un ruego apartándole las manos con suavidad.
Nekoi se apartó como si reconociera la autoridad del Sangriento.
Virgilio entró acompañado por varios marines de ambos capítulos que desaparecieron por las puertas laterales hacia las dependencias interiores de la catedral en busca de los prisioneros.
Karakal apareció seguido por algunos Sangrientos que ayudaban a caminar a los otros tres prisioneros liberados. El Tigre de Fuego había rechazado cualquier ayuda y caminaba erguido en toda su imponente estatura.
Virgilio se plantó ante Rómulus. Aún llevaba su mandoble en la mano, cubierto de sangre enemiga. – Capitán. ¿Habéis podido ver al líder de las fuerzas enemigas?, ¿ese tal Nephausto?.
Rómulus alzó la vista por primera vez para taladrar al bibliotecario con una mirada llena de melancolía. – Debemos hablar –respondió bajando la vista de inmediato-. Pero no ahora.
El bibliotecario entornó los ojos, deseoso de que lo que sus habilidades psíquicas le indicaban fuera un error de interpretación suyo. Envainó su espada y mantuvo una mano sobre la empuñadura.
- Señor, el día disipa las nubes electroestáticas; tenemos comunicación con el crucero –informó un marine desde la puerta de la catedral.
Virgilio se volvió de inmediato empleando aquella noticia como excusa para alejarse lo antes posible de Rómulus y la Tigresa Nevada.
Tendría que hablar con Virgilio, siguió pensando el capitán. No podía decir a nadie más que el comandante Aertes había aparecido al servicio del Caos, traicionando al Imperio por su propia voluntad con la excusa de querer librarse de la Rabia Negra. Algo así bastaría a más de un inquisidor para exigir la disolución de los Ángeles Sangrientos. Aquello debía ser tratado con la máxima discreción, y sólo a los altos mandos del capítulo podía decir la verdad.
Se levantó llevando a Mau en brazos. La cabeza de ella se apoyaba inconsciente en su hombro mientras él caminaba por la nave central con paso firme, lento e imparable. Sólo desvió la vista del frente durante un segundo para ver a Karakal, quien le devolvió la mirada con una sombra de respeto en sus ojos ambarinos.
Remus vio cómo su hermano se alejaba hacia el creciente triángulo de luz solar proyectado desde la puerta abriéndose paso con su mera mirada. Más allá varias Thunderhawk aterrizaban en la avenida exterior cubierta por una alfombra de cuerpos sin vida. Imaginó que estaban allí para evacuar a los heridos y proveerles de suministros y municiones para proseguir con el rastreo de la zona. ¿Qué era lo que padecía su hermano, que demostraba su vínculo con Mau a la vista de todos?. Claro que una actitud así podía ser explicada como el respeto de un marine hacia otro, pero estaba seguro de que Virgilio había vislumbrado la realidad, ya fuera levemente o por completo. Ello podía significar el final de su hermano y de su amada, y el suyo propio tal vez; pero Rómulus siguió caminando con ella en brazos, erguido orgulloso por encima de los demás porque él poseía algo de lo que carecía el resto de Ángeles Sangrientos. Un sentimiento quizá no más noble que el amor a unos ideales, no más puro que una fe ciega, pero era un sentimiento que sólo a él pertenecía, que sólo con otra persona compartía, que bien podía ser fuente de su mayor debilidad y de su mayor fortaleza y que le hacía verdaderamente humano.
Junto a Remus, Nekoi se puso en pie abrazándose a si misma. Quizá celosa de Mau, porque ahora ella tenía a alguien que la amaba y que estaría a su lado no por sus obligaciones ni por sus juramentos; de hecho, sería en contra de sus juramentos que Rómulus seguiría junto a ella. Pero eso no le detendría. Parte de ella se alegró de que aquel por quien se sentía atraída no demostrase tal devoción por ella, porque eso le mantenía a salvo de la herejía; pero otra parte deseaba saber lo que sentía Mau sabiendo que para Rómulus ella era el ser más importante del universo, alguien por quien se enfrentó a Karakal, por quien se había lanzado en solitario al interior de aquella trampa en contra de leyes o normas. Rómulus se había enfrentado a amigos y enemigos por Mau, y no se detendría ante unos ni otros. Los brazos de Nekoi se estrecharon intentando sentir siquiera una sombra de aquella sensación, pero fue en vano, y una lágrima resbaló por su mejilla.
Cuando fue bañado por el alba, la luz se reflejó en los ojos de Rómulus de un modo especial. El sol se alzaba inexorable silueteando las Thundehawk y proyectando sus sombras contra la catedral. Ocelot y Cheetah le vieron emerger de las sombras con Mau y dieron gracias al Emperador.
Remus apretó la mandíbula conforme su hermano descendía los escalones hasta perderse de su vista. Loco. Había enloquecido. Se había arrojado a lo desconocido en solitario en busca de Mau. Supo que Rómulus volvería a hacerlo un millar de veces; la seguiría hasta el mismo infierno con tal de salvaguardarla. La había antepuesto a sí mismo y a todas las promesas y juramentos que había pronunciado desde el día de su iniciación en un acto de blasfemia tan exacerbado que no podía imaginarse ninguno peor. Deseó que Aertes estuviera allí; él siempre había sabido hacerle entrar en razón.

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