Tema: Relato - Scion
aertes
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Vidente de Sombras
Vidente de Sombras
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Enviado:
3.dic 2005 - 03:06

La sala, una redonda cueva excavada en piedra, estaba atestada pero en ella reinaba un silencio sepulcral. Más de veinte personas se congregaban, todas en línea formando una espiral alrededor de otros cinco. Entre estos cinco, un pentagrama grabado en el suelo. En el centro del pentagrama, una urna de extremos de plata y cuerpo de vidrio multifacetado.

Tres Grandes Inquisidores, los miembros dirigentes de La Guardia Oculta; dos Jefes Bibliotecarios de los Marines Espaciales, psíquicos de capítulos oficialmente poco ortodoxos. Este era el grupo hacia el que el frío silencio de la espiral fluía con la respiración de cada uno de los presentes. Hombres y mujeres. Soldados, guerreros, sacerdotes, incluso marines espaciales y generales imperiales. Todos habían pasado una semana de meditación y tres días de ayuno antes de entrar en aquella cámara lúgubremente iluminada por lámparas de aceite.

Los autoincensarios exhalaban nubecillas de olor almizcleño de efecto narcótico que mantenían a muchos con los ojos cerrados y sus rostros en una relajación que podía calificarse de férrea. Otros tenían los ojos abiertos en una expresión obsesiva, oprimida su razón por la irreversibilidad de lo que estaban a punto de iniciar.
Estaban a punto de abrir las puertas del infierno.

Los hombres del pentagrama iniciaron una liturgia, desordenadamente en los primeros instantes, luego cada uno encontró el compás de los otros. Los cinco eran poderosos psíquicos y su salmodia resonaba varias veces en un eco que no podía provenir de la pared circular de la sala. León Clemens (Ordo Malleus), Vincent Delacroi (Ordo Heréticus), Kónel Ábsaton (Ordo Xenos), Ivnekar Cogliostrus (Despojadores) y Bruto Argentio (Caminantes del Infierno) entonaban duraderas sílabas sosteniendo cada uno un pequeño relicario.

No cantaban alto gótico; sino una lengua prohibida por la Eclesiarquía y por el Ordo Malleus. Una lengua aprendida de los seguidores del Caos, utilizada en sus blasfemos rituales de invocación. De inmediato la piel de los presentes se erizó en una reación incontrolable. Emplear aquellas formas arcanas y peligrosas no sólo conllevaba la pena de muerte, sino el peligro de que la propia alma fuera presa de la disformidad y sus horrores.

Para prevenir tan horrible desenlace, entre la espiral de psíquicos había varios otros, sin alinear con los demás. Todos guerreros, los más poderosos y de mente más pura, que fueron los siguientes en unirse al rezo. Su recia determinación podía ser sentida por los psíquicos, eso les ayudaría a encontrar el valor necesario. Entre ellos, Gaudos Caín, Señor del Capítulo de los Caminantes del Infierno, tenía una rodilla en tierra y se aferraba a su largo martillo-hacha, presionándolo contra el suelo como un anciano enfurecido.

El suelo tembló cuando los inquisidores, psíquicos autorizados y proscritos, astrópatas y caminantes de la disformidad que formaban la espiral se unieron al cántico, aún en forma de lentas entonaciones que vibraban en pechos y gargantas. El ritual debía ser perfecto. Todos habían estudiado aquel idioma ancestral, las palabras de poder hasta la última letra. No podía haber fallos.
No podían permitirselo.

Continuaron así durante horas, sin moverse ninguno del puesto que tenían asignado. Michelle Yvette, una joven inquisidora aún acólita de Delacroi, había estado mirando con nerviosismo los diminutos surcos que brotaban del pentáculo y que recorrían todo el suelo en forma de dos líneas curvas que trazaban una espiral enorme, un camino en caracol dentro del cual todos estaban confinados. Incluso los guerreros que se habían dispuesto fuera de aquel sendero casi invisible se encontraban dentro de otros iconos y runas de gran tamaño. Todos y cada uno de los presentes tenían un lugar y un propósito. Habían sido elegidos por razones muy concretas. La perfección debía ser total. Yvette cerró los ojos y se concentró en el salmo.

Muchos habían empezado con nerviosismo a su vez, pero poco a poco, el incienso y la monótona oración fueron sumiéndoles en un estado de hipnosis en la que lo único que quedaba era el propósito de aquel día glorioso. Los ojos se cerraron y las manos relajaron su presa, las voces empezaron a aflojarse, pero a la vez sonaban con mayor convicción y fuerza, bajando todas al mismo nivel en el que empezaron a ser sentidas como una sola bajo la batuta invisible de los cinco. Uno de los autoincensarios soltó un chispazo y dejó de funcionar.

Tras horas de repetir el mismo cántico una y otra vez, los cinco alzaron la voz e iniciaron un salmo diferente e igual de ininteligible. Sus voces se cargaron de obsesión, vaharadas de aire eran exhaladas con furia en cada sílaba, removían la fina neblina de incienso y les hacían sacudir sus ropas como presas de un espasmo. Entonces algo cambió. Las líneas que dibujaban el pentáculo habían experimentado una alteración. Antes invisibles, negras sobre el negro de la piedra, ahora algo las había vuelto distinguibles. Habían empezado a brillar.

Un fulgor azulino empezó a llenar aquellas pinceladas de negro vacío. Se extendió con rapidez, partiendo del vértice que cada psíquico ocupaba, hasta llenar por completo la silueta geométrica. Entonces el brillo aumentó su intensidad, iluminándoles desde abajo y extendiéndose por la curvatura de las líneas que formaban la espiral. Los presentes quedaron enmarcados por dos líneas de luz azul que les confería una apariencia espectral. Los cinco guerreros, comandantes y generales quedaron también iluminados al encenderse los símbolos sobre los que se alzaban. Una mano invisible ahogó las llamas de las lámparas y los incensarios que aún funcionaban dejaron de hacerlo. La única luz remanente era la que llenaba como magia líquida los surcos en forma de runas y espirales repartidos por el suelo de la sala, que ahora empezaban a soltar pequeñas llamaradas azules.

Tomó un momento para Caín darse cuenta de que las diminutas llamaradas de luz recorrían las líneas en coordinación con las palabras que estaban entonando. Cuanto más alzaban la voz, cuanta más fé ponián en lo que hacían, más intensa era la luz. Las llamaradas surgían al azar, aquí y allá, sin orden aparente salvo que se producían con cada nueva entonación.

Los cinco iniciaron un nuevo salmo y esta vez los demás siguieron repitiendo el que ya estaban entonando. Fue una sorpresa para todos que ambas oraciones se complementaran con precisión tan asombrosa. Aquel lenguaje renía una profunda y agresiva resonancia, parecía haber sido diseñado con odio. Como una palabra dicha con ira y desprecio, aquel idioma había sido creado con desprecio por las leyes físicas, por el orden del universo. Podían sentir en aquellas palabras sin sentido cómo desde la alineación de los planetas y las formaciones estelares a la organización de la más miserable célula eran insoportables para su creador. La horrible perfección a la que pretendían llegar era en sí misma anatema para el lenguaje que utilizaban para su consecución. Pero las palabras deberían rendirse a sus pronunciadores. No eran profanos servidores de lo demoníaco los que ahora las cantaban. Eran siervos del gran y único Dios-Emperador. El Emperador era el faro de disformidad, la más poderosa mente humana que nunca se había asomado a las mareas del Empíreo. El Emperador era soberano de la galaxia así como de su informe reflejo. Y el Immaterium debería doblegarse ante Él.

No hubo señal previa, ni acuerdo alguno, pero todos a la vez empezaron a golpear. Caín alzó su arma una y otra vez, golpeando el suelo con el pomo. Delacroi e Ivette se cruzaron de brazos, golpeándose con las manos en los hombros. Argentio se golpeaba el peto de su armadura con el puño. Otros como Clemens exhalaban con fuerza, uniendo sus roncos suspiros a los golpes que sonaban en perfecta coordinación, siempre al final de cada salmo, siguiendo una monotonía rítmica de precisión mecánica y sobrenatural.

Ya nadie se dio cuenta, pero las llamaradas recorrían la espiral como respiraciones con cada golpe que todos asestaban. Se movían hacia el interior, se acumulaban en el pentagrama, del que empezaron a surgir haces de luz intensos como lásers. En medio de estas finas columnas de luz, la urna se elevó en el aire hasta quedar suspendida entre los cinco relicarios.

Entonces, en una profanación de las leyes de la física, el fino rayo de luz que ascendía desde cada vértice del pentagrama se dobló por el punto exacto en el que llegaban a la altura de los relicarios y enfocó al cuerpo de cristal de la urna, cuya superficie de geometrías translúcidas refractó la luz y llenó el techo de escamas azules.

Los salmos eran ahora griteríos coordinados de fe y resolución. Todos miraron al techo, al mapa que se proyectaba desde el centro de la estancia. El efecto era mareante, pero pudieron ver que las escamas de luz se fundían en una doble espiral, como un negativo de la que recorría el suelo a sus pies. Incluso los símbolos externos a las curvas estaban allí reflejados. Y lo que era más aterrador; ellos también...

Gaudos Caín miró al techo y encontró una imagen de sí mismo devolviéndole la mirada desde un yelmo de calavera igual al suyo. La imagen estaba alterada. Donde debería haber color había sombras, y una luz azul llenaba los huecos donde la oscuridad debería prevalecer. Todos se encontraron a sus dobles de luz mirándoles desde un techo que era como un espejo luminoso. Pero los reflejos no movían sus bocas como ellos hacían conforme el canto continuaba. Se movían con ellos, golpeaban con ellos, pero permanecían callados, son sus ojos de fantasma fijos en los de cada doble real como en la salvaje advertencia de un cazador que teme ser descubierto a causa de la torpeza de su acompañante. Estaban mirando a sus reflejos en la disformidad; se encontraban cara a cara con sus almas.

Muchos se desmallaron, incapaces de soportar el escrutinio de sus propias verdades, y sus reflejos del techo se deshicieron en llamaradas que viajaron por la espiral hasta el pentáculo. Caín se percató de que no se habían desmayado, sino que estaban muertos, sus almas arrancadas del cuerpo y atraídas al vacío de la urna. Ni siquera eso le amedrentó. Ya había constatado la rectitud de La Guardia Oculta. Confiaba en El Emperador y ellos le servían.

Cuando todo acabó la sala quedó anegada en oscuridad y silencio hasta que las lámparas se encendieron automáticamente y lo bañaron todo con su patética aura anaranjada. Los cuerpos caídos fueorn atendidos, pero nada se podía hacer por lo que no eran sino cáscaras vacías. Habían muerto, la mayoría de ellos, llevados a todos los límites experimentables por el alma humana. Parecía que sólo los más fuertes y preparados habían sobrevivido. Los astrópatas aún estaban en pie, así como la mayoría de los inquisidores y los cinco del pentáculo. De los guerreros de los símbolos exteriores sólo el general Dahel del 707 de Cazadores de Alimañas de Cardoval II y Gaudos Caín permanecían en pie. Una límpida masacre había llenado el suelo de cuerpos de ojos extraviados y sin vida.

En el centro, la urna aún flotaba en el aire sostenida por los poderes de los cinco psíquicos. Cada uno de ellos encajó su relicario en un nicho cincelado en el cuerpo de vidrio y lo sostuvieron con sus propias manos.

- Está hecho –dijo Clemens con solemnidad, luego alzó la urna él solo.
- ¿Lo hemos conseguido? –preguntó Caín en la lengua de Arallu, aún mirando al precio que habían pagado. Luego miró a la urna, que ahora resplandecía con un brillante núcleo de fulgor azul.
- En el interior de esta urna se halla el futuro de la Humanidad –respondió Argentio en gótico-. Sí, Gaudos ¡lo hemos conseguido!.
- Aún tenemos que comprobarlo –advirtió Delacroi, que con una de sus manos aferraba la de Yvette, en pie a su lado.
- Puede que hayamos creado una abominación –coincidió Cogliostrus-. No podemos correr riesgos.
- Ya hemos corrido más riesgos de lo que asumiría el rey de los locos. Y por El Emperador que, si es necesario, lo volveremos a hacer.



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Gran Arlequín
Gran Arlequín
Mensajes: 318

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3.dic 2005 - 17:46

Realmente increible aertes, yo por lo menos no sabia como se realizaba esta ceremonia, con este relato me ha kedado más q claro. Felicidades