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La Ciudad Maldita (Parte 1ª)

(8718 palabras totales en este texto)
(1062 lecturas)  Versión imprimible
INTRODUCCIÓN


Ray estaba sentado en una de las mesas de lectura de la gran biblioteca
de su ciudad, Longbow Port. Yarius, el bibliotecario, estaba sentado en
su escritorio junto a la entrada, como de costumbre, y hojeando el
mismo libro enorme de siempre. Hacía siete años que se
conocían pero nunca le había dejado ver ese libraco, ni a
él ni a nadie. Y había tapado la cubierta del libro con
una tela para que no se viera ni la encuadernación. Ray
dejó de pensar en ello y se concentró en su propia
lectura.






Ray era un joven de veinticuatro años enormemente interesado por
la literatura y el culto imperiales. Pero allí en su ciudad
nadie prestaba mucha atención a la religión ni a esos
temas. Longbow Port sólo era una estación de aterrizaje
de naves comerciales donde la gente acudía de todas partes una
vez cada seis meses para comprar lo que los cargueros traían,
pero nadie atravesaba el desierto que aislaba la ciudad el resto del
año. Muchos de los trabajadores que la erigieron, no hace mucho,
se quedaron en sus alrededores para vivir y la comunidad creció.
En la ciudad en sí no había más de unos ochenta o
noventa mil habitantes, y la mayoría eran granjeros o eran
propietarios de los comercios de allí. La ciudad se
dividía en cinco zonas. La zona norte era el puerto espacial
propiamente dicho. En la zona este se encontraba la
administración; el ayuntamiento y el departamento de
policía. Las zonas central, oeste y sur no eran sino zonas
comerciales de abstecimiento donde se repartía la
mercancía de los cargueros. Y despertigadas por las afueras
había granjas y tierras de cultivo. Hacía más de
un mes que había pasado el último cargero de modo que
hasta dentro de cinco meses más o menos la ciudad
permanecería olvidada para el resto de las ciudades de aquel
sector planetario.


Ray era hijo de Lloyd Calahan, un granjero que criaba Wavets para
vender su carne. Su padre era genial pero nunca le escuchaba cada vez
que empezaba a hablar de lo que había aprendido aquel día
en la biblioteca, donde se pasaba la mayor parte del tiempo.
Había llegado a entablar una gran amistad con el bibliotecario,
Yarius.


Pasó otra página. Ray iba por la página ciento
ochenta y cuatro del libro “ARMAS IMPERIALES, LA MEJOR RESPUESTA PARA
UN ALIENÍGENA”, escrito por un coronel de la guardia imperial y
un tecnoadepto. El libro no sólo contenía detalladamente
los desgloses y las características de todas las armas
utilizadas por la guardia imperial, sino que pretendía inculcar
un sentimiento espiritual por las armas comentando su función de
defender al Emperador y a la Humanidad. Acercó su rostro
más a la página para ver mejor el complicado entramado
interior de un rifle Infierno ilustrado bajo su descripción.


Yarius se acercó a la mesa de Ray con el gran libro bajo el
brazo. Su túnica blanca y marrón colgaba de sus anchos
hombros sobre el suelo del mismo modo que su melena plateada, antes
dorada, colgaba de los bordes de su calva. Su anciana faz traía
una sonrisa llena de simpatía.


- Es hora de cerrar, Ray -le dijo con una voz carrasposa pero
nítida- Es bastante por hoy.


- ¿Ya? -dijo Ray- ¡No hay suficientes horas en el
día!


- Has estado aquí cinco horas, Ray, y menos mal que he
conseguido que salgas a comer algo. Debes tomarte tiempo para pensar
sobre lo que has leído y asimilarlo bien.


- ¡Pero no puedo parar, Yarius! -replicó el joven-
¡Hay tanto que aprender aquí!


- ¡Vaya, hay pocas personas en esta ciudad que piensan
así! -dijo Yarius con una leve carcajada.


- Seguro de que sí. La gente de esta ciudad tiene el culto al
Emperador muy olvidado, me gustaría que más gente pensara
como yo.


El anciano bibliotecario amplió su sonrisa al oír estas
palabras.


- Y a mí también, me encantaría que más
gente viniera aquí a leer estos antiguos manuscritos, aprender
la historia de nuestra raza, nuestros logros. En fin, será mejor
que te marches, Ray, o tu padre se preocupará. Llévate
ese libro si quieres y acábatelo en casa; ya me lo
traerás cuando quieras.


- Gracias, Yarius. Te lo traeré mañana.


El viejo asintió riendo, como si hubiera adivinado lo que Ray
iba a decirle.


Ray no había dado dos pasos en dirección a su camioneta
cuando el sonido de una alarma inundó la calle. Las farolas que
disolvían la oscuridad nocturna encendieron otra de sus luces,
una roja.


- ¿Ray? -Yarius había salido de la biblioteca a ver
qué era el sonido- ¡Es la alarma de invasión!
¡Vete a casa! ¡Rápido!


- ¡Y tú, enciérrate bien en la biblioteca y no
salgas! -le replicó Ray. El joven montó en la cabina del
vehículo y se dirigió a toda prisa hacia la granja de su
padre.


Yarius observó un momento cómo la camioneta se alejaba a
toda velocidad calle arriba. Acto seguido entró en la biblioteca
y activó un interruptor. Una pesada compuerta cerró sus
mandíbulas metálicas sobre el hueco de la puerta, casi
ahogando el ruido de alarma del exterior; las ventanas fueron selladas
de forma similar. Segundos después oyó el sonido de su
comunicador. Abrió un cajón de su escritorio y lo
cogió.


- Soy yo, Yarius -dijo la voz del gobernador civil de Longbow Port a
través del comunicador. Yarius no sólo era el
bibliotecario, también era el erudito, el hombre más
sabio de la ciudad.


- Gobernador, ¿Qué es lo que ocurre?


- He recibido un mensaje del gobernador de Jubilee Station, la ciudad
vecina -se notaba su estado de nerviosismo- Decía que la ciudad
está siendo atacada por una fuerza invasora desconocida, pero el
mensaje se cortó y no pude volver a establecer contacto. Te
necesito en el ayuntamiento para discutir la situación.


- ¿Qué es lo que hay que discutir? -preguntó
Yarius- si habéis recibido un mensaje de invasión lo que
debéis hacer es organizar a la guardia urbana y poner Longbow
Port en estado de sitio.


- ¡No puedo hacer eso! -replicó el gobernador- ¡Si
pongo a esta ciudad en una cuarentena de invasión los cargueros
espaciales de los dos próximos semestres no vendrán y
Longbow Port se arruinaría! ¡No pienso correr ese riesgo
hasta estar seguro de qué es lo que ocurre! ¡Y para ello
necesito vuestro consejo aquí!


- Ya os he dicho lo que creo que deberíais hacer -el tono de
Yarius era mucho más sereno que el del gobernador- Francamente
creo es preferible un tiempo de hambre a una eternidad de lamentos.


- ¡No sabe lo que dice! ¡Usted sabrá más que
nadie en la ciudad acerca de sus tonterías religiosas pero yo
sé que Longbow Port no puede ponerse en cuarentena por una falsa
alarma!


- Sabed que seríais condenado a muerte en el acto si dijerais
esas palabras ante cualquier otro servidor del Imperio -el tono de
Yarius se volvió desafiante-. En cuanto a lo de falsa alarma,
acabáis de decirme que habéis recibido un mensaje...


- ¡Eso aún no está confirmado! ¡Hasta que
pueda contactar con Jubilee Station ese mensaje carece de sentido!
¡Ahora venga al ayuntamiento! ¡No me obligue a enviar a
algunos guardias a buscarle!


- Está bien, gobernador. Ahora mismo salgo para allá
-contestó Yarius antes de cortar la comunicación y soltar
un largo suspiro.


DELIVERACIONES


La camioneta de Ray llegó a la granja donde el joven se
había criado con sus padres, a un kilómetro escaso de la
ciudad. Dejó la camioneta en el cobertizo junto a los inmensos
corrales de Wavets y entró corriendo en la casa. La misma luz
roja de las farolas de la ciudad brillaba sobre la puerta, ya no se
oía la sirena.


Al entrar en el salón de la casa su padre apareció por
otra puerta con su rifle de cazar búfalos Kurns y le con un
abrazo antes de conectar un interruptor que selló puertas y
ventanas con compuertas, convirtiendo la casa en un búnker. Ray
entró en su habitación y sacó del armario su
escopeta imperial Predator y una larga canana repleta de cartuchos del
15. Volvió al salón. Su padre le dijo que comprobara la
cocina y el desván allí mientras él comprobaba que
la casa estaba sellada en las restantes habitaciones.


Yarius se encontraba en la sala de debates del ayuntamiento de Longbow
Port, sentado en una mesa junto a los demás personajes de la
ciudad, incluido el orondo gobernador. El erudito era el único
que no intervenía en la airada discusión que flotaba a su
alrededor; se limitaba a escuchar con la cabeza baja, incapaz de
comprender tanta estupidez.


- ¡Repito a los miembros de este consejo que no voy a permitir
que los cincuenta mil comerciantes y granjeros de esta ciudad se
arruinen sin tener una razón de peso! -decía el
gobernador.


- ¿Qué otra razón necesita aparte del aviso de una
ciudad vecina de una invasión? -le respondió Michael
Hargus, el capitán de la guardia urbana de la ciudad-
¡Sólo tiene que autorizarme a enviar un grupo de
reconocimiento al Este! ¡Si hay algún ejército
invasor lo encontraremos y tendrá su puñetera
razón de peso para arruinar esta ciudad y salvar a sus noventa
mil habitantes!


- El gobernador tiene razón -discutió Sir Edion, quien
llevaba la contabilidad del comercio con las naves comerciales-
Establecer una alarma de cuarentena supondría unas
pérdidas del ciento setenta por ciento para cada comerciante de
Longbow Port, en el mejor de los casos.


- Entonces, ¿Estáis de veras dispuestos a arriesgar
noventa mil almas con tal de asegurar su comercio? -preguntó
Yarius- ¡Es una afrenta imperdonable al Emperador!



- ¡No empiece con sus monsergas espirituales, Yarius! -le
interrumpió el gobernador- ¡Usted está aquí
como asesor para aclararnos qué hacer, no para darnos una de sus
lecciones!


- ¿Olvidáis qué motivo me trajo a este planeta y a
esta ciudad? -dijo el erudito.


- ¡No, no lo olvido! ¡Usted vino para meternos todas esas
tonterías de la “cultura imperial”, pero aquí no es
ninguna autoridad y nadie se toma sus discursos en serio!
¡Así que limítese a aclararnos lo que necesitemos
saber y nada más!


- ¡No creáis que me voy a callar mientras vos os
pasáis de manos las vidas de toda esta gente! ¡Yo
represento al voluntad del Emperador aquí y exijo que se me
escuche!


- ¡Bien! Capitán Hargus, estoy de acuerdo con que
envíe un pequeño grupo de exploración -el
gobernador se negó a seguir discutiendo con Yarius, quien se
recostó en su sillón intentando serenarse, pero clavando
una viva mirada en la mofletuda cara del gobernador- Pero quiero que la
discreción sea máxima; sólo los que estamos
aquí debemos saber que enviamos a un grupo a inspeccionar los
alrededores. Este pueblo ya está acostumbrado a falsas alarmas
que no terminan en nada.


- ¡Ya era hora! -dijo Hargus antes de abandonar la sala con paso
ligero.


Los ánimos empezaron a enfriarse en la sala de debates. Yarius
aún tenía una mirada odiosa sobre el gobernador, quien se
esforzaba por ignorarle. El erudito comenzó a hablar de nuevo
con un tono suplicante, esperando que hiciera más efecto que los
gritos. No le costó convencer al gobernador de que diera la
orden de organizar a la guardia urbana, ya que ello era un acto normal
en la ciudad tras una alarma de invasión y nadie podía
alarmarse más de lo necesario. Sir Edion dio su
aprobación tras mencionar que ello no podía llegar a
oídos de los comerciantes. Yarius suspiró largamente
ahogando un nuevo reproche hacia la actitud del tesorero.


En casa de Lloid Calahan, el comunicador sonó. Ray
contestó; era Johan Flinn, de la granja vecina. También
se había encerrado en casa y preguntaba si sabían algo
acerca de la alarma. Ray dijo que no. Lloid entró en el
salón y le pidió el comunicador a su hijo. Mientras su
padre hablaba Ray volvió a sentarse en el sofá. La
última alarma que se había declarado en la ciudad fue a
causa de una fuga en la ciudad colmena Norgunter, a cuatrocientos
kilómetros al norte de Longbow Port. Algunas bandas se
habían escapado por los sistemas de ventilación del
submundo de la colmena, y su ciudad era la más cercana. Por
suerte el yermo desierto que les separaba de la ciudad colmena
acabó con muchos pandilleros antes de que éstos pudieran
llegar a la ciudad, que fue puesta en alerta por las altas esferas de
Norgunter. Como ahora, todas las casas de las afueras de la ciudad
disponían de dispositivos que las convertían en
búnkers fortificados, inasaltables sin armamento pesado. Eran
las ciudades clase Asedio 3.19C. La guardia urbana redujo a las bandas
al cabo de unos días de tiroteos callejeros y los pandilleros
que no habían sido muertos a tiros fueron devueltos a Norgunter.


Ray había pensado muchas veces en ingresar en la guardia urbana,
pero su padre le necesitaba en la granja durante la primavera y el
verano, sin embargo había participado varias veces en las
partidas civiles para expulsar bandas problemáticas de la
ciudad. Lloid cortó la comunicación. Dijo que los Flinn
tampoco sabían nada sobre la alerta.


En la ciudad, las calles estaban desiertas. Cada puerta y ventana de
los edificios estaba sellada por compuertas y persianas blindadas, y
las farolas seguían haciendo brillar dos luces blancas y una
roja. Por una esquina, en perfecta formación, aparecieron dos
Rangers acompañados por diez guardias urbanos con equipo
anti-disturbios. El Ranger es una variante del Sentinel de la guardia
imperial utilizado en muchas ciudades como apoyo para la policía
en situaciones difíciles. Los dos bípodes eran de color
azul marino con las siglas DPLP (“Departamento de Policía de
Longbow Port”) escritas en los laterales sobre el escudo del
departamento. Los guardias lucían el mismo color en sus
armaduras de anti-disturbios y el mismo escudo con iguales siglas en la
espalda. Uno de ellos iba revisando su arma, al parecer tenía
problemas para poner y quitar el seguro. Al llegar a una
bifurcación se separaron en dos grupos de un Ranger y cinco
guardias cada uno y empezaron a patrullar avenidas distintas.


En la sala de debates del ayuntamiento, Yarius, Sir Edion, el
gobernador y el recién llegado Lord Mathey, un experto en
antigüedades y también sabio y miembro del consejo de la
ciudad, esperaban noticias del capitán Hargus, quien les
había llamado hace mucho para decir que se encontraba en un
puesto policial de las afueras y habían mandado a un grupo de
guardias en motocicleta a inspeccionar la zona Este. Lo que Hargus no
les había dicho era que les había ordenado llegar hasta
la propia ciudad de Jubilee Station para estar bien seguro.


Pasó mucho tiempo, una hora y media aproximadamente, hasta que
el comunicador del gobernador sonó. Al responder oyó la
voz de Hargus maldiciendo. Hargus informó de que le había
llamado el grupo de reconocimiento; sólo quedaban dos de los
guardias, que volvían a Longbow a toda velocidad. Al parecer el
mensaje de la invasión de Jubilee Station no sólo era
cierto, sino que era insuficiente. No se trataba de una vulgar
incursión de piratas, sino de un gran ejército. Hargus le
dio la descripción de los piratas que le había dado el
guardia por el comunicador. El gobernador le dijo que se asegurase de
que ninguno de los guardias estaba delirando y Hargus espetó que
si uno de sus guardias le informaba de algo, era puñeteramente
cierto. Además el ejército había arrasado la
pequeña ciudad vecina y se dirigía hacia aquí muy
deprisa. Antes de que el gobernador dijera algo Hargus le
informó de que iba a organizar una fuerza defensiva en la zona
Este de la ciudad y a alertar a todos los puestos policiales
exteriores. Acto seguido cortó la comunicación. El
gobernador puso el comunicador sobre la mesa perplejo. Dijo a Yarius,
Sir Edion y Lord Mathey de lo que el capitán Hargus había
informado. Yarius y Lord Mathey se mostraron preocupados al oír
la descripción de los invasores.


- ¡¿Han arrasado Jubilee Station?! ¡Esto es
terrible! -decía Sir Edion- ¡Toda esa gente...!


- ¿Ahora es cuando se preocupa por las almas, Sir Edion?
-inquirió Yarius.


- ¡Cielo Santo! -continuó el tesorero- ¡Jubilee
Station es casi tan grande como esta ciudad! ¡Y la han arrasado!
¿Cómo es posible? ¡Nadie puede destruir las
ciudades clase Asedio 3.19C!


- Me temo que sí, gobernador -interrumpió Yarius-
Sólo conozco una raza alienígena que se ajusta a la
descripción “cascos alargados y sus vehículos vuelan”
-dijo repitiendo las palabras del gobernador- y si se trata de un gran
ejército, como el capitán Hargus asegura, esta ciudad
está en grave peligro. Debe enviar ahora mismo una señal
de cuarentena de invasión.


- Yarius, ¿sabe usted algo acerca de esos piratas?
-preguntó Sir Edion.


- Como ya os he dicho, los únicos que conozco que se ajustan a
esa descripción son una raza alienígena llamada Eldar, y
si son los eldars que yo me temo estamos en apuros. Los eldars son
despiadados y sanguinarios. Atacan mundos enteros sólo para
conseguir un botín de esclavos y luego abandonan el planeta para
volver a sus guaridas. Si son esos eldars los que se acercan, esta
ciudad está perdida a menos que déis una alerta de
invasión a la guardia imperial ahora mismo.


- ¡Eso es una sandez! ¡Esta ciudad es ahora un gran
búnker fortificado! ¡Nadie puede entrar si nosotros no se
lo permitimos! -replicó el gobernador.


- No, los eldars siempre consiguen entrar -Lord Mathey habló por
primera vez- Yarius tiene razón; los eldars pueden entrar
dondequiera que se propongan. Les conozco bien; he estudiado mucho
acerca de su especie y su tecnología -Yarius y Lord Mathey nunca
se habían llevado bien, pero ahora parecían estar de
acuerdo- Necesitaremos una gran fuerza para defendernos de ellos.


- Es por ello que debéis alertar a la guardia imperial si
queréis tener una oportunidad de salvar Longbow Port! -dijo
Yarius.


- ¿De veras cree que lograrían asaltarnos?
-Preguntó Sir Edion preocupado a los eruditos- Ustedes han visto
la ciudad en modo de asedio, como lo está ahora. ¿Creen
de veras que esos “eldars” lograrían penetrar las defensas
policiales?


- Si no desisten al principio, nos hostigarán hasta conseguirlo
-dijo Yarius asintiendo con la cabeza.


El gobernador se puso aún más nervioso.


- ¡Pero... nuestro cuerpo de policía tiene el mejor equipo
de este sector... exceptuando a los Adeptus Arbites de Norgunter!
-tartamudeó.


- Si son un ejército numeroso, pueden ser capaces de asaltar la
propia Norgunter -advirtió Yarius-. A juzgar por su
número según los policías, lo más probable
es que hayan venido a barrer todo este sector. No pasarán de
largo ni una sola ciudad.


Se hizo un silencio antes de que el gobernador volviese a hablar.


- Usted no me cae bien, Yarius. Pero nunca me ha mentido. ¿Cree
de veras que son capaces de tomar Longbow Port pese a nuestros
esfuerzos?


- Calculo que podremos mantenerles fuera un día o dos como
mucho, y luego puede que tarden unos tres días más en
invadir toda la ciudad si nuestra guardia urbana resiste. Es por esto
que debe dar la alerta sin pérdida de tiempo. La guardia
imperial puede llegar aquí en menos de una semana.


Un nuevo silencio se hizo en la sala mientras el gobernador meditaba.
Su cara estaba empapada de sudor por el nerviosismo.


- ¿Y ese libro que usted siempre está estudiando, Yarius?
-dijo de pronto Lord Mathey- Usted me dijo una vez que contenía
hechizos arcanos...


- ¡No! -gritó el bibliotecario de pronto- ¡Ni se os
pase por la cabeza mirar ese libro! ¡Contiene secretos que vos no
comprendéis!


- ¡He estudiado durante cincuenta años, más de la
mitad de mi vida dedicada a comprender y descifrar cualquier escrito!
-respondió el anticuario- ¡Puedo comprender lo que dice
ese libro mejor que usted! ¡Además ese libro
debería ser mío!


La discusión de siempre había empezado de nuevo. Desde
que vió a Yarius estudiando el gran libraco, Lord Mathey
intentaba por todos los medios de hacerse con él aduciendo que
su estudio era cosa de un anticuario y no de un bibliotecario. Yarius
siempre le respondía que nunca podría comprender lo que
aquellas páginas encerraban, pero Lord Mathey nunca
desistió. Una vez Yarius se vió obligado a explicarle una
sola página del libro, pero la avidez del anticuario
aumentó aún más a partir de aquel día.



CRISIS


- ¿De qué libro hablan ahora? -preguntó el
gobernador- ¿Les parece adecuado hablar ahora de eso?


- ¡Gobernador, con el poder de ese libro se podría salvar
la ciudad sin ninguna otra ayuda! -dijo Lord Mathey.


- ¡Os equivocáis! -gritó Yarius- ¡Ese libro
es capaz de desencadenar algo mucho peor que la invasión de los
eldars!


- ¡Está totalmente paranoico, Yarius! ¿Qué
le ocurre? ¿No desea hacer todo lo posible para salvar a esta
ciudad? -Lord Mathey miraba de reojo al gobernador mientras
discutía con Yaríus.


- ¡Un momento! -interrumpió el gobernador- ¡No
entiendo nada de lo que están diciendo, pero si saben algo que
pueda sernos de ayuda explíquenmelo ahora mismo!


- ¡Ese libro no puede ser de ninguna ayuda! -repetía
Yarius- ¡Y es una completa canallada de vuestra parte aprovechar
una crisis como esta para apoderaros de él, Lord Mathey!


- ¡Intento encontrar opciones para salvar a esta ciudad!
¡Pero Yarius persiste en no revelarnos la solución!


- ¡Os repito que ese libro dista infinitamente de ser la
solución a ningún problema!


- ¡Miente!


- ¡YA BASTA! -el inhumano grito del gobernador y el
puñetazo que dió en la mesa les hizo callar a los dos-
Caballeros, serenémonos un momento y discutamos esto con calma.
Es de la vida de esta ciudad de lo que estamos tratando aquí.


- Ya os he dicho lo que debéis hacer -dijo Yarius aburrido.


- No vamos a alertar a la guardia imperial hasta que no haya otra
alternativa.


- ¡La alternativa es el libro! -repitió Lord Mathey.


- ¡No! -le cortó Yarius.


- ¡Silencio! -la monotonía de la discusión estaba
siendo agobiante para el gobernador- Yarius, ¿qué...
demonios es lo que tiene ese libro de particular?


Yarius alzó una ceja como si la expresión del gobernador
resultase apropiadamente cómica.


- Es mejor que no lo sepáis -contestó.


- ¿Es algo que puede ayudarnos con ese ejército invasor?


- No.


- ¡Mentira!


- ¡Lord Mathey! ¡No hable hasta que le dé la
palabra! -el anticuario suspiró enojado al oír al
gobernador. Se volvió hacia Yarius- Yarius,
¿Estáis seguro de que no conocéis nada que pueda
ayudarnos a combatir a ese ejército?


- No, salvo poner este asunto en conocimiento de la guardia imperial
-el gobernador suspiró al oirle repetir lo mismo.


- Muy bien, gracias, Yarius -dijo- Lord Mathey, usted dice que ese
libro puede destruir a nuestros enemigos sin tener que sacar este
asunto de aquí, ¿No?


- Exacto -respondió el anticuario. Yarius le miraba odiosamente.


- ¿Y cómo puede ayudarnos un vulgar libro a destruir un
ejército? -preguntó el gobernador.


- El libro describe una antiquísima ceremonia a través de
la cual pueden invocarse criaturas mágicas que siguen las
órdenes del sacerdote.


- ¿Qué sacerdote? -seguía el gobernador.


- El que culmine la ceremonia.


- ¿Cómo sabéis vos todo eso? -le preguntó
Yarius con rostro sorprendido- ¡¿Habéis estado
leyendo el libro sin mi autorización?!


- ¡Silencio, Yarius! -dijo el gobernador- Y decidme, Lord Mathey,
¿Cuanto tiempo se requiere para celebrar esa ceremonia? -los
ojos del gobernador brillaban de satisfacción entre su mofletuda
cara.


- Oh, muy poco. Pero aún tendré que revisar el libro a
fondo, si vos aprobáis esta acción, gobernador.


- ¿Y esas criaturas podrían librarnos del enemigo?


- Sí. Su poder es muy superior al de cualquier ejército.


- ¿Sin ninguna otra ayuda?


- No, señor. No haría falta la intervención de la
guardia imperial ni imponer una cuarentena de invasión en
Longbow Port.


Yarius escuchaba desconcertado. Había guardado celosamente el
libro en todo momento; ¿cómo podía Lord Mathey
saber tanto acerca de él?. Lentamente, su mente llegó a
una dolorosa, improvable respuesta, pero que encajaba demasiado bien
con la realidad. El comunicador de la mesa sonó y el gobernador
se dispuso a contestar.


- ¡Vos estáis poseído! -repentinamente el
bibliotecario gritó a Lord Mathey- ¡Estáis
poseído por los demonios del libro!


- ¡Gobernador! -gritó el anticuario- ¡El
bibliotecario desvaría! ¡Ese libro es nuestra única
salvación y él intenta negárnosla!


- ¡Cállense los dos ahora! -dijo el gobernador mientras
intentaba contestar a la llamada.


De pronto Yarius se levantó como en trance y extrajo de debajo
de su túnica una daga. La empuñadura tenía forma
de cruz enmarcada en un círculo y sonaba como un sonajero. El
anticuario quedó totalmente horrorizado al ver el artefacto. Sir
Edion saltó de su silla y se encogió contra un
rincón.


- ¡Yarius! -gritó el gobernador- ¡Guardias!
¡Guardias!


Los tres guardias del pasillo entraron y, a una orden del gobernador,
encañonaron al bibliotecario con sus armas. Pero Yarius no se
detuvo y se abalanzó sobre Lord Mathey cantando un salmo. Lord
Mathey estaba paralizado. Los guardias sujetaron a Yarius justo antes
de que alcanzara al anticuario y le arrebataron el puñal. Lo
arrastraron fuera de la sala mientras él seguía
forcejeando; gritaba que Lord Mathey estaba poseído y le llamaba
“demonio”. Pese a su edad, estaba logrando zafarse de los fornidos
guardias que lo sujetaban. Uno de los guardias le golpeó en la
nuca con la culata de su rifle pero él no desistió. Le
golpeó una segunda vez y lo dejó sin sentido. Lo
arrastraron sin dificultad hacia la comisaría. Lord Mathey
respiraba con dificultad; estaba pálido y temblaba por el miedo.
Sir Edion se volvió a sentar secándose la cara con un
pañuelo.


- Ya... ya ha pasado, Lord Mathey -le decía el gobernador al ver
su aspecto- No... no comprendo... Yarius es un hombre muy terco pero es
una de las personas más calmosas y pacíficas que
conozco... nunca le había visto así.


- Nunca me gustó ese hombre -respondió Lord Mathey
más calmado- siempre ocultando sus secretos para que nadie
más los conozca...


El comunicador volvió a sonar; el gobernador lo había
desconectado sin querer. Al contestar oyó la agitada voz del
capitán Hargus gritando que el ejército enemigo ya estaba
a la vista. El gobernador le ordenó resistir todo lo que pudiera
porque creía haber encontrado la solución. Hargus
respondió que no le valían suposiciones. El gobernador le
repitió la orden y cortó. Luego le dijo a Lord Mathey que
tenían que darse prisa en preparar esa ceremonia. Ambos salieron
apresuradamente de la sala. Sir Edion quedó solo y confuso en su
silla.


En los calabozos, dos guardias depositaron a Yarius sobre la litera de
una celda y cerraron la puerta tras salir. Otro de ellos estaba
metiendo la ornamentada daga en una caja fuerte. Los dos guardias iban
por el pasillo pavoneándose de su hazaña: reducir al
anciano bibliotecario. Súbitamente, el pasillo quedó
inundado de una luz roja una insistente alarma empezó a recorrer
la comisaría.



Los invasores estaban ya en las afueras de la ciudad. Sus numerosos y
oscuros vehículos flotaban rápidamente hacia la
línea defensiva que la policía había organizado.
Los transportes tenían plataformas a ambos lados donde viajaban
varios guerreros con sus armas preparadas. Los edificios más
exteriores de la ciudad eran como torres y búnkers fortificados
y no había modo de penetrar en ella sin lucha. Los
vehículos de vanguardia empezaron a disparar extraños
proyectiles de energía hacia los defensores.


El capitán Hargus disparaba su rifle automático
insistentemente contra los enemigos que se acercaban. Los invasores no
se habían comunicado, no habían dicho una sola palabra.
En cuanto vieron una defensa organizada ante ellos se lanzaron a la
carga montados en sus vehículos flotantes. Vestían
armaduras negras con dibujos blancos de esqueletos y daban salvajes
gritos de guerra. Hargus seguía disparando su arma a los
ocupantes de los vehículos, ya que los propios vehículos
eran demasiado resistentes.


El sargento Thanell, al mando de una escuadra de Rangers, dió
orden de disparar y las ametralladoras de los bípodes segaron el
lateral de uno de los vehículos, haciendo que sus ocupantes
cayeran rodando debido a la elevada velocidad. Los proyectiles de los
invasores empezaron a hacer estragos: la escuadra de Thanell al
completo fue eliminada por un sólo vehículo enemigo
erizado de cañones por todas partes. Tras el ensordecedor ruido
de las explosiones Hargus recibió informes de que algunos grupos
de invasores se habían infiltrado por otros puntos de la ciudad,
al norte y al sureste.


Los guerreros saltaron de los transportes y dispararon sus armas
mientras cargaban contra la línea defensiva. Varios guerreros
más se acercaron flotando sobre grotescas máquinas
aplanadas, como patines voladores, y pasaron entre las filas policiales
acuchillando a los humanos con las bayonetas de sus armas. Patinaron
con sus artefactos volantes a lo largo de la línea policial
disparando a diestro y siniestro. Poco a poco todos fueron derribados a
tiros, pero habían causado muchas bajas y debilitado la defensa
en el flanco derecho. Los invasores atacaron con más crudeza ese
flanco. Hargus ordenó al sargento Krane que moviera su VCR
(vehículo de control de revueltas) para reforzar el frente
derecho.


El VCR es un transporte de tropas blindado basado en el modelo del
Chimera de la guardia imperial utilizado para transporte de los grupos
antidisturbios y frecuentemente armado con armas pesadas para sitiar
edificios capturados por las bandas. El vehículo se
propulsó con sus seis gruesas ruedas hasta ponerse tras el
frente derecho y disparó la gran ametralladora pesada montada en
su torreta hacia los enemigos, barriendo toda una fila que estaba a
punto de alcanzar la barricada. Algunos policías entraron en el
VCR por la parte de atrás y empezaron a disparar las metralletas
montadas en el lateral del vehículo.


El gobernador y Lord Mathey llegaron al lugar del conflicto en un
vehículo oficial escoltado por policías en motocicleta.
El anticuario llevaba bajo el brazo el gran libraco que acababan de
robar de la biblioteca de Yarius. Había estado leyéndolo
todo el camino hasta allí, excepto cuando lo dejó un
instante para hacer una llamada por su comunicador. La tela que el
bibliotecario había colocado envolviendo la cubierta
había sido rasgada por Lord Mathey y ahora mostraba una
encuadernación de piel grisácea y muy desgastada con un
símbolo metálico de un círculo con ocho flechas
apuntando hacia fuera.


Los guardias del gobernador se sobresaltaron cuando vieron aparecer por
una esquina un grupo de unos cincuenta civiles.


- ¡Quietos! -gritó Lord Mathey- lo he llamado yo, son mis
acólitos. Los necesito para celebrar la ceremonia.


La línea policial resistía con dificultades, pero
resistía. Los invasores no parecían dispuestos a
retirarse y seguían martilleando las defensas de la ciudad. Las
aspilleras de los puestos de guardia despedían leves llamaradas
al disparar los policías de su interior a través de
ellas. Varios VCR más se habían distribuido tras las
líneas como fuertes móviles y descargaban sus armas
contra los invasores, quienes se habían atrincherado amontonando
rocas y colocando los restos de algunos de sus vehículos
destruidos como barricadas. El ruido de disparos y explosiones era
infernal para el gobernador, más acostumbrado a las suaves
melodías que siempre flotaban por los altavoces del
ayuntamiento. El anticuario empezó a decir a sus alumnos que
formaran un círculo en torno a él y luego que algunos se
amontonaran en diversos puntos del círculo, formando un raro
símbolo: un círculo con ocho flechas apuntando hacia
fuera, como el emblema de la cubierta del libro. Una vez todos
estuvieron en posición, Lord Mathey empezó a recitar los
salmos del libro en una lengua incomprensible, como un contínuo
murmullo. Casi no se le oía debido al ruido del tiroteo que
estaba teniendo lugar a escasos cincuenta metros, pero a él no
parecía importarle. Todos los civiles permanecían
sentados con las piernas cruzadas y oyendo atentamente lo que
podían del anticuario, como él les había dicho.
Todos tenían el miedo reflejado en sus rostros, ya que no
estaban lejos de la batalla y los disparos y explosiones se
sucedían aterradoramente cerca.


El combate se había recrudecido con la llegada de más
invasores y artefactos que parecían tanques flotantes con
enormes pinzas. Varios policías armados con lanzagranadas
dispararon contra uno de estos tanques como escorpiones; los
proyectiles estallaron al chocar contra el escudo frontal del
vehículo e hicieron un boquete en él, pero esto no detuvo
a la máquina.


Lord Mathey iba subiendo su tono cada vez que empezaba a cantar
un nuevo salmo del libro. El gobernador observaba la marcha de la
ceremonia desde su coche, donde se había refugiado. Algunos de
los civiles que participaban en la ceremonia empezaron a sentir algo,
una sensación de inmenso bienestar. De pronto no tenían
miedo del tiroteo que tenía lugar cerca de ellos, sino que les
hacía sentirse mejor. Una tremenda explosión
sacudió a uno de los VCR cuando un arma pesada de los invasores
lo atravesó. El estallido hizo que algunos de los civiles
temblaran de placer, como si el ruido y la desperación del
combate les hiciera disfrutar.


- ¡Invoco al Príncipe del Placer! -decía-
¡Señor del éxtasis infinito, líbranos de
nuestros enemigos con tus amadas hijas, portadoras de muerte! ¡Te
ofrecemos consagrar nuestra ciudad a tu causa por toda la eternidad!


El gobernador salió del vehículo totalmente perplejo por
las palabras de Lord Mathey. Empezó a preguntarle a gritos
qué demonios estaba diciendo, pero el anticuario siguió
con sus súplicas ignorándole por completo.


- ¡Danos tu abrazo protector, oh señor de la felicidad!


- ¡Te rogamos! ¡Te suplicamos! ¡Otórganos el
beso de tu placer! -El gobernador casi quedó aterrorizado cuando
todos los civiles de la ceremonia dieron al unísono esta
respuesta a los salmos de Lord Mathey como si se supieran la liturgia
de memoria. Todos tenían los ojos cerrados y la cabeza baja y
ninguno parecía darse cuenta de lo que estaba haciendo.


- ¡Haznos fuertes, dios de deliciosas emociones! ¡Para que
podamos defendernos de nuestros enemigos y poder servirte con nuestros
cuerpos y nuestras almas! ¡Permitenos disfrutar con la muerte de
aquellos que se oponen a tu credo! -decía el anticuario.


- ¡Te rogamos! ¡Te suplicamos! ¡Otórganos el
beso de tu placer! -respondían los civiles.


El gobernador quería detener aquello, pero no se atrevía
a acercarse. Se percató de que todos los que estaban tomando
parte en la ceremonia estaban sonriendo. Eran sonrisas infantiles,
inocentes, felices. Temblaban y se retorcían pasándose
las manos por todo el cuerpo. Se tumbaban y rodaban por el suelo
soltando leves carcajadas agudas, tranquilas, felices. Lord Mathey
empezó a convulsionarse espasmódicamente, pero su rostro
estaba sereno, incluso alegre, feliz mientras continuaba con sus
oraciones, que ya sólo recibian jadeos y risas como respuesta
sin que esto el preocupase.


- ¡Esto es una locura! ¡Se ponen a celebrar
no-se-qué de la felicidad y hay policías muriendo por
ellos allí mismo! -dijo el gobernador, quien no entendía
nada de lo que ocurría- ¡Deténgan ahora mismo a
Lord Mathey! -dijo a los policías de su escolta.


Dos de los policías pasaron entre los civiles, que estaban
tumbados en el suelo riendo felizmente y contoneándose como si
estuvieran en compañía de un amante invisible. Se
acercaron al anticuario, quien seguía de pié recitando
más oraciones. Lord Mathey les miró con una faz inocente
y amable y les hizo señales con una mano, invitándoles a
unirse a la aparente fiesta en que se había convertido la
ceremonia. Los agentes pensaron que se habían vuelto todos locos
y se dispusieron a inmovilizar al anticuario.


El gobernador pensaba que iba a dar una buena lección a Lord
Mathey por engañarle de esa manera. Le había prometido
salvar la ciudad sin tener que sacar el asunto de allí y ahora
se había puesto a celebrar una orgía en el mismo campo de
batalla. Miró a la línea policial justo a tiempo de ver
cómo otro de los VCR saltaba por los aires, literalmente, merced
a una violenta explosión azulada. Los policías empezaron
a retroceder a posiciones más retrasadas al verse incapaces de
contener por más tiempo el ataque invasor. Otro VCR
desató una tormenta de venganza sobre otro transporte y lo
voló en mil pedazos. Los incursores que rodeaban al
vehículo huyeron despavoridos antes de reagruparse. Pensó
que iba siendo hora, de veras, de alertar a la guardia imperial.


Michael Hargus estaba herido. Un proyectil enemigo le había
alcanzado el hombro. No era más que un rasguño, pero le
escocía como si le hubieran cortado con un cristal de sal.
Intentó cubrirse lo más posible tras un ancho escudo
blindado de los que usaban para avanzar por calles y pasillos, pero
ahora los estaban usando para retroceder. Mientras retrocedía
seguía disparando como podía con el brazo bueno a la vez
que apenas sostenía el escudo con el brazo herido. Se
agazapó tras la esquina de uno de los búnkers en que se
habían convertido las casas de las afueras de Longbow Port y
ordenó mantener posiciones. La herida empezó a hacerle
perder la sensibilidad en todo el brazo; estaba seguro de que estaban
disparando proyectiles envenenados o algo grotescamente similar.


El gobernador quedó perplejo cuando vió a los dos
policías que estaban a punto de detener a Lord Mathey arrojar
sus armas al suelo y unirse a la extraña ceremonia. Se quitaron
sus cascos y sus armauras de anti-disturbios y empezaron a actuar como
los fanáticos civiles, quienes se besaban entre sí y
seguían sonriendo y carcajeándose como colegiales.


- ¡Esto es brujería! -dijo el gobernador- ¡Es como
los casos que me contó ese testarudo de Yarius! -se quedó
meditando un momento- Hmm... seguro que él puede poner fin a
esta locura de ceremonia -se volvió hacia otros dos de sus
guardaespaldas- Id a la prisión de la comisaría y traedme
a Yarius, el bibliotecario. Rápido.


Los policías montaron en sus motocicletas y se dirigieron calle
arriba. “Por suerte la comisaría no está muy lejos”
pensó el gobernador. Cuando se volvió para ver la
evolución del tiroteo, percibió algo extraño en el
lugar de la ceremonia. Lord Mathey tenía una estatura medio
metro mayor. Sus orejas se estaban haciendo puntiagudas y le estaban
brotando cuernos óseos de las sienes. Todos estos cambios le
estaban desgarrando la piel y se oían crujir sus huesos. Para
mayor angustia del gobernador, que le mirada, sus músculos eran
de un color púrpura azulado muy oscuro, casi negro, bajo su
torturada piel. El libro
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