La Ciudad Maldita (Parte 1ª)(8718 palabras totales en este texto) (1134 lecturas) INTRODUCCIÓN Ray estaba sentado en una de las mesas de lectura de la gran biblioteca de su ciudad, Longbow Port. Yarius, el bibliotecario, estaba sentado en su escritorio junto a la entrada, como de costumbre, y hojeando el mismo libro enorme de siempre. Hacía siete años que se conocían pero nunca le había dejado ver ese libraco, ni a él ni a nadie. Y había tapado la cubierta del libro con una tela para que no se viera ni la encuadernación. Ray dejó de pensar en ello y se concentró en su propia lectura. Ray era un joven de veinticuatro años enormemente interesado por la literatura y el culto imperiales. Pero allí en su ciudad nadie prestaba mucha atención a la religión ni a esos temas. Longbow Port sólo era una estación de aterrizaje de naves comerciales donde la gente acudía de todas partes una vez cada seis meses para comprar lo que los cargueros traían, pero nadie atravesaba el desierto que aislaba la ciudad el resto del año. Muchos de los trabajadores que la erigieron, no hace mucho, se quedaron en sus alrededores para vivir y la comunidad creció. En la ciudad en sí no había más de unos ochenta o noventa mil habitantes, y la mayoría eran granjeros o eran propietarios de los comercios de allí. La ciudad se dividía en cinco zonas. La zona norte era el puerto espacial propiamente dicho. En la zona este se encontraba la administración; el ayuntamiento y el departamento de policía. Las zonas central, oeste y sur no eran sino zonas comerciales de abstecimiento donde se repartía la mercancía de los cargueros. Y despertigadas por las afueras había granjas y tierras de cultivo. Hacía más de un mes que había pasado el último cargero de modo que hasta dentro de cinco meses más o menos la ciudad permanecería olvidada para el resto de las ciudades de aquel sector planetario. Ray era hijo de Lloyd Calahan, un granjero que criaba Wavets para vender su carne. Su padre era genial pero nunca le escuchaba cada vez que empezaba a hablar de lo que había aprendido aquel día en la biblioteca, donde se pasaba la mayor parte del tiempo. Había llegado a entablar una gran amistad con el bibliotecario, Yarius. Pasó otra página. Ray iba por la página ciento ochenta y cuatro del libro “ARMAS IMPERIALES, LA MEJOR RESPUESTA PARA UN ALIENÍGENA”, escrito por un coronel de la guardia imperial y un tecnoadepto. El libro no sólo contenía detalladamente los desgloses y las características de todas las armas utilizadas por la guardia imperial, sino que pretendía inculcar un sentimiento espiritual por las armas comentando su función de defender al Emperador y a la Humanidad. Acercó su rostro más a la página para ver mejor el complicado entramado interior de un rifle Infierno ilustrado bajo su descripción. Yarius se acercó a la mesa de Ray con el gran libro bajo el brazo. Su túnica blanca y marrón colgaba de sus anchos hombros sobre el suelo del mismo modo que su melena plateada, antes dorada, colgaba de los bordes de su calva. Su anciana faz traía una sonrisa llena de simpatía. - Es hora de cerrar, Ray -le dijo con una voz carrasposa pero nítida- Es bastante por hoy. - ¿Ya? -dijo Ray- ¡No hay suficientes horas en el día! - Has estado aquí cinco horas, Ray, y menos mal que he conseguido que salgas a comer algo. Debes tomarte tiempo para pensar sobre lo que has leído y asimilarlo bien. - ¡Pero no puedo parar, Yarius! -replicó el joven- ¡Hay tanto que aprender aquí! - ¡Vaya, hay pocas personas en esta ciudad que piensan así! -dijo Yarius con una leve carcajada. - Seguro de que sí. La gente de esta ciudad tiene el culto al Emperador muy olvidado, me gustaría que más gente pensara como yo. El anciano bibliotecario amplió su sonrisa al oír estas palabras. - Y a mí también, me encantaría que más gente viniera aquí a leer estos antiguos manuscritos, aprender la historia de nuestra raza, nuestros logros. En fin, será mejor que te marches, Ray, o tu padre se preocupará. Llévate ese libro si quieres y acábatelo en casa; ya me lo traerás cuando quieras. - Gracias, Yarius. Te lo traeré mañana. El viejo asintió riendo, como si hubiera adivinado lo que Ray iba a decirle. Ray no había dado dos pasos en dirección a su camioneta cuando el sonido de una alarma inundó la calle. Las farolas que disolvían la oscuridad nocturna encendieron otra de sus luces, una roja. - ¿Ray? -Yarius había salido de la biblioteca a ver qué era el sonido- ¡Es la alarma de invasión! ¡Vete a casa! ¡Rápido! - ¡Y tú, enciérrate bien en la biblioteca y no salgas! -le replicó Ray. El joven montó en la cabina del vehículo y se dirigió a toda prisa hacia la granja de su padre. Yarius observó un momento cómo la camioneta se alejaba a toda velocidad calle arriba. Acto seguido entró en la biblioteca y activó un interruptor. Una pesada compuerta cerró sus mandíbulas metálicas sobre el hueco de la puerta, casi ahogando el ruido de alarma del exterior; las ventanas fueron selladas de forma similar. Segundos después oyó el sonido de su comunicador. Abrió un cajón de su escritorio y lo cogió. - Soy yo, Yarius -dijo la voz del gobernador civil de Longbow Port a través del comunicador. Yarius no sólo era el bibliotecario, también era el erudito, el hombre más sabio de la ciudad. - Gobernador, ¿Qué es lo que ocurre? - He recibido un mensaje del gobernador de Jubilee Station, la ciudad vecina -se notaba su estado de nerviosismo- Decía que la ciudad está siendo atacada por una fuerza invasora desconocida, pero el mensaje se cortó y no pude volver a establecer contacto. Te necesito en el ayuntamiento para discutir la situación. - ¿Qué es lo que hay que discutir? -preguntó Yarius- si habéis recibido un mensaje de invasión lo que debéis hacer es organizar a la guardia urbana y poner Longbow Port en estado de sitio. - ¡No puedo hacer eso! -replicó el gobernador- ¡Si pongo a esta ciudad en una cuarentena de invasión los cargueros espaciales de los dos próximos semestres no vendrán y Longbow Port se arruinaría! ¡No pienso correr ese riesgo hasta estar seguro de qué es lo que ocurre! ¡Y para ello necesito vuestro consejo aquí! - Ya os he dicho lo que creo que deberíais hacer -el tono de Yarius era mucho más sereno que el del gobernador- Francamente creo es preferible un tiempo de hambre a una eternidad de lamentos. - ¡No sabe lo que dice! ¡Usted sabrá más que nadie en la ciudad acerca de sus tonterías religiosas pero yo sé que Longbow Port no puede ponerse en cuarentena por una falsa alarma! - Sabed que seríais condenado a muerte en el acto si dijerais esas palabras ante cualquier otro servidor del Imperio -el tono de Yarius se volvió desafiante-. En cuanto a lo de falsa alarma, acabáis de decirme que habéis recibido un mensaje... - ¡Eso aún no está confirmado! ¡Hasta que pueda contactar con Jubilee Station ese mensaje carece de sentido! ¡Ahora venga al ayuntamiento! ¡No me obligue a enviar a algunos guardias a buscarle! - Está bien, gobernador. Ahora mismo salgo para allá -contestó Yarius antes de cortar la comunicación y soltar un largo suspiro. DELIVERACIONES La camioneta de Ray llegó a la granja donde el joven se había criado con sus padres, a un kilómetro escaso de la ciudad. Dejó la camioneta en el cobertizo junto a los inmensos corrales de Wavets y entró corriendo en la casa. La misma luz roja de las farolas de la ciudad brillaba sobre la puerta, ya no se oía la sirena. Al entrar en el salón de la casa su padre apareció por otra puerta con su rifle de cazar búfalos Kurns y le con un abrazo antes de conectar un interruptor que selló puertas y ventanas con compuertas, convirtiendo la casa en un búnker. Ray entró en su habitación y sacó del armario su escopeta imperial Predator y una larga canana repleta de cartuchos del 15. Volvió al salón. Su padre le dijo que comprobara la cocina y el desván allí mientras él comprobaba que la casa estaba sellada en las restantes habitaciones. Yarius se encontraba en la sala de debates del ayuntamiento de Longbow Port, sentado en una mesa junto a los demás personajes de la ciudad, incluido el orondo gobernador. El erudito era el único que no intervenía en la airada discusión que flotaba a su alrededor; se limitaba a escuchar con la cabeza baja, incapaz de comprender tanta estupidez. - ¡Repito a los miembros de este consejo que no voy a permitir que los cincuenta mil comerciantes y granjeros de esta ciudad se arruinen sin tener una razón de peso! -decía el gobernador. - ¿Qué otra razón necesita aparte del aviso de una ciudad vecina de una invasión? -le respondió Michael Hargus, el capitán de la guardia urbana de la ciudad- ¡Sólo tiene que autorizarme a enviar un grupo de reconocimiento al Este! ¡Si hay algún ejército invasor lo encontraremos y tendrá su puñetera razón de peso para arruinar esta ciudad y salvar a sus noventa mil habitantes! - El gobernador tiene razón -discutió Sir Edion, quien llevaba la contabilidad del comercio con las naves comerciales- Establecer una alarma de cuarentena supondría unas pérdidas del ciento setenta por ciento para cada comerciante de Longbow Port, en el mejor de los casos. - Entonces, ¿Estáis de veras dispuestos a arriesgar noventa mil almas con tal de asegurar su comercio? -preguntó Yarius- ¡Es una afrenta imperdonable al Emperador! - ¡No empiece con sus monsergas espirituales, Yarius! -le interrumpió el gobernador- ¡Usted está aquí como asesor para aclararnos qué hacer, no para darnos una de sus lecciones! - ¿Olvidáis qué motivo me trajo a este planeta y a esta ciudad? -dijo el erudito. - ¡No, no lo olvido! ¡Usted vino para meternos todas esas tonterías de la “cultura imperial”, pero aquí no es ninguna autoridad y nadie se toma sus discursos en serio! ¡Así que limítese a aclararnos lo que necesitemos saber y nada más! - ¡No creáis que me voy a callar mientras vos os pasáis de manos las vidas de toda esta gente! ¡Yo represento al voluntad del Emperador aquí y exijo que se me escuche! - ¡Bien! Capitán Hargus, estoy de acuerdo con que envíe un pequeño grupo de exploración -el gobernador se negó a seguir discutiendo con Yarius, quien se recostó en su sillón intentando serenarse, pero clavando una viva mirada en la mofletuda cara del gobernador- Pero quiero que la discreción sea máxima; sólo los que estamos aquí debemos saber que enviamos a un grupo a inspeccionar los alrededores. Este pueblo ya está acostumbrado a falsas alarmas que no terminan en nada. - ¡Ya era hora! -dijo Hargus antes de abandonar la sala con paso ligero. Los ánimos empezaron a enfriarse en la sala de debates. Yarius aún tenía una mirada odiosa sobre el gobernador, quien se esforzaba por ignorarle. El erudito comenzó a hablar de nuevo con un tono suplicante, esperando que hiciera más efecto que los gritos. No le costó convencer al gobernador de que diera la orden de organizar a la guardia urbana, ya que ello era un acto normal en la ciudad tras una alarma de invasión y nadie podía alarmarse más de lo necesario. Sir Edion dio su aprobación tras mencionar que ello no podía llegar a oídos de los comerciantes. Yarius suspiró largamente ahogando un nuevo reproche hacia la actitud del tesorero. En casa de Lloid Calahan, el comunicador sonó. Ray contestó; era Johan Flinn, de la granja vecina. También se había encerrado en casa y preguntaba si sabían algo acerca de la alarma. Ray dijo que no. Lloid entró en el salón y le pidió el comunicador a su hijo. Mientras su padre hablaba Ray volvió a sentarse en el sofá. La última alarma que se había declarado en la ciudad fue a causa de una fuga en la ciudad colmena Norgunter, a cuatrocientos kilómetros al norte de Longbow Port. Algunas bandas se habían escapado por los sistemas de ventilación del submundo de la colmena, y su ciudad era la más cercana. Por suerte el yermo desierto que les separaba de la ciudad colmena acabó con muchos pandilleros antes de que éstos pudieran llegar a la ciudad, que fue puesta en alerta por las altas esferas de Norgunter. Como ahora, todas las casas de las afueras de la ciudad disponían de dispositivos que las convertían en búnkers fortificados, inasaltables sin armamento pesado. Eran las ciudades clase Asedio 3.19C. La guardia urbana redujo a las bandas al cabo de unos días de tiroteos callejeros y los pandilleros que no habían sido muertos a tiros fueron devueltos a Norgunter. Ray había pensado muchas veces en ingresar en la guardia urbana, pero su padre le necesitaba en la granja durante la primavera y el verano, sin embargo había participado varias veces en las partidas civiles para expulsar bandas problemáticas de la ciudad. Lloid cortó la comunicación. Dijo que los Flinn tampoco sabían nada sobre la alerta. En la ciudad, las calles estaban desiertas. Cada puerta y ventana de los edificios estaba sellada por compuertas y persianas blindadas, y las farolas seguían haciendo brillar dos luces blancas y una roja. Por una esquina, en perfecta formación, aparecieron dos Rangers acompañados por diez guardias urbanos con equipo anti-disturbios. El Ranger es una variante del Sentinel de la guardia imperial utilizado en muchas ciudades como apoyo para la policía en situaciones difíciles. Los dos bípodes eran de color azul marino con las siglas DPLP (“Departamento de Policía de Longbow Port”) escritas en los laterales sobre el escudo del departamento. Los guardias lucían el mismo color en sus armaduras de anti-disturbios y el mismo escudo con iguales siglas en la espalda. Uno de ellos iba revisando su arma, al parecer tenía problemas para poner y quitar el seguro. Al llegar a una bifurcación se separaron en dos grupos de un Ranger y cinco guardias cada uno y empezaron a patrullar avenidas distintas. En la sala de debates del ayuntamiento, Yarius, Sir Edion, el gobernador y el recién llegado Lord Mathey, un experto en antigüedades y también sabio y miembro del consejo de la ciudad, esperaban noticias del capitán Hargus, quien les había llamado hace mucho para decir que se encontraba en un puesto policial de las afueras y habían mandado a un grupo de guardias en motocicleta a inspeccionar la zona Este. Lo que Hargus no les había dicho era que les había ordenado llegar hasta la propia ciudad de Jubilee Station para estar bien seguro. Pasó mucho tiempo, una hora y media aproximadamente, hasta que el comunicador del gobernador sonó. Al responder oyó la voz de Hargus maldiciendo. Hargus informó de que le había llamado el grupo de reconocimiento; sólo quedaban dos de los guardias, que volvían a Longbow a toda velocidad. Al parecer el mensaje de la invasión de Jubilee Station no sólo era cierto, sino que era insuficiente. No se trataba de una vulgar incursión de piratas, sino de un gran ejército. Hargus le dio la descripción de los piratas que le había dado el guardia por el comunicador. El gobernador le dijo que se asegurase de que ninguno de los guardias estaba delirando y Hargus espetó que si uno de sus guardias le informaba de algo, era puñeteramente cierto. Además el ejército había arrasado la pequeña ciudad vecina y se dirigía hacia aquí muy deprisa. Antes de que el gobernador dijera algo Hargus le informó de que iba a organizar una fuerza defensiva en la zona Este de la ciudad y a alertar a todos los puestos policiales exteriores. Acto seguido cortó la comunicación. El gobernador puso el comunicador sobre la mesa perplejo. Dijo a Yarius, Sir Edion y Lord Mathey de lo que el capitán Hargus había informado. Yarius y Lord Mathey se mostraron preocupados al oír la descripción de los invasores. - ¡¿Han arrasado Jubilee Station?! ¡Esto es terrible! -decía Sir Edion- ¡Toda esa gente...! - ¿Ahora es cuando se preocupa por las almas, Sir Edion? -inquirió Yarius. - ¡Cielo Santo! -continuó el tesorero- ¡Jubilee Station es casi tan grande como esta ciudad! ¡Y la han arrasado! ¿Cómo es posible? ¡Nadie puede destruir las ciudades clase Asedio 3.19C! - Me temo que sí, gobernador -interrumpió Yarius- Sólo conozco una raza alienígena que se ajusta a la descripción “cascos alargados y sus vehículos vuelan” -dijo repitiendo las palabras del gobernador- y si se trata de un gran ejército, como el capitán Hargus asegura, esta ciudad está en grave peligro. Debe enviar ahora mismo una señal de cuarentena de invasión. - Yarius, ¿sabe usted algo acerca de esos piratas? -preguntó Sir Edion. - Como ya os he dicho, los únicos que conozco que se ajustan a esa descripción son una raza alienígena llamada Eldar, y si son los eldars que yo me temo estamos en apuros. Los eldars son despiadados y sanguinarios. Atacan mundos enteros sólo para conseguir un botín de esclavos y luego abandonan el planeta para volver a sus guaridas. Si son esos eldars los que se acercan, esta ciudad está perdida a menos que déis una alerta de invasión a la guardia imperial ahora mismo. - ¡Eso es una sandez! ¡Esta ciudad es ahora un gran búnker fortificado! ¡Nadie puede entrar si nosotros no se lo permitimos! -replicó el gobernador. - No, los eldars siempre consiguen entrar -Lord Mathey habló por primera vez- Yarius tiene razón; los eldars pueden entrar dondequiera que se propongan. Les conozco bien; he estudiado mucho acerca de su especie y su tecnología -Yarius y Lord Mathey nunca se habían llevado bien, pero ahora parecían estar de acuerdo- Necesitaremos una gran fuerza para defendernos de ellos. - Es por ello que debéis alertar a la guardia imperial si queréis tener una oportunidad de salvar Longbow Port! -dijo Yarius. - ¿De veras cree que lograrían asaltarnos? -Preguntó Sir Edion preocupado a los eruditos- Ustedes han visto la ciudad en modo de asedio, como lo está ahora. ¿Creen de veras que esos “eldars” lograrían penetrar las defensas policiales? - Si no desisten al principio, nos hostigarán hasta conseguirlo -dijo Yarius asintiendo con la cabeza. El gobernador se puso aún más nervioso. - ¡Pero... nuestro cuerpo de policía tiene el mejor equipo de este sector... exceptuando a los Adeptus Arbites de Norgunter! -tartamudeó. - Si son un ejército numeroso, pueden ser capaces de asaltar la propia Norgunter -advirtió Yarius-. A juzgar por su número según los policías, lo más probable es que hayan venido a barrer todo este sector. No pasarán de largo ni una sola ciudad. Se hizo un silencio antes de que el gobernador volviese a hablar. - Usted no me cae bien, Yarius. Pero nunca me ha mentido. ¿Cree de veras que son capaces de tomar Longbow Port pese a nuestros esfuerzos? - Calculo que podremos mantenerles fuera un día o dos como mucho, y luego puede que tarden unos tres días más en invadir toda la ciudad si nuestra guardia urbana resiste. Es por esto que debe dar la alerta sin pérdida de tiempo. La guardia imperial puede llegar aquí en menos de una semana. Un nuevo silencio se hizo en la sala mientras el gobernador meditaba. Su cara estaba empapada de sudor por el nerviosismo. - ¿Y ese libro que usted siempre está estudiando, Yarius? -dijo de pronto Lord Mathey- Usted me dijo una vez que contenía hechizos arcanos... - ¡No! -gritó el bibliotecario de pronto- ¡Ni se os pase por la cabeza mirar ese libro! ¡Contiene secretos que vos no comprendéis! - ¡He estudiado durante cincuenta años, más de la mitad de mi vida dedicada a comprender y descifrar cualquier escrito! -respondió el anticuario- ¡Puedo comprender lo que dice ese libro mejor que usted! ¡Además ese libro debería ser mío! La discusión de siempre había empezado de nuevo. Desde que vió a Yarius estudiando el gran libraco, Lord Mathey intentaba por todos los medios de hacerse con él aduciendo que su estudio era cosa de un anticuario y no de un bibliotecario. Yarius siempre le respondía que nunca podría comprender lo que aquellas páginas encerraban, pero Lord Mathey nunca desistió. Una vez Yarius se vió obligado a explicarle una sola página del libro, pero la avidez del anticuario aumentó aún más a partir de aquel día. CRISIS - ¿De qué libro hablan ahora? -preguntó el gobernador- ¿Les parece adecuado hablar ahora de eso? - ¡Gobernador, con el poder de ese libro se podría salvar la ciudad sin ninguna otra ayuda! -dijo Lord Mathey. - ¡Os equivocáis! -gritó Yarius- ¡Ese libro es capaz de desencadenar algo mucho peor que la invasión de los eldars! - ¡Está totalmente paranoico, Yarius! ¿Qué le ocurre? ¿No desea hacer todo lo posible para salvar a esta ciudad? -Lord Mathey miraba de reojo al gobernador mientras discutía con Yaríus. - ¡Un momento! -interrumpió el gobernador- ¡No entiendo nada de lo que están diciendo, pero si saben algo que pueda sernos de ayuda explíquenmelo ahora mismo! - ¡Ese libro no puede ser de ninguna ayuda! -repetía Yarius- ¡Y es una completa canallada de vuestra parte aprovechar una crisis como esta para apoderaros de él, Lord Mathey! - ¡Intento encontrar opciones para salvar a esta ciudad! ¡Pero Yarius persiste en no revelarnos la solución! - ¡Os repito que ese libro dista infinitamente de ser la solución a ningún problema! - ¡Miente! - ¡YA BASTA! -el inhumano grito del gobernador y el puñetazo que dió en la mesa les hizo callar a los dos- Caballeros, serenémonos un momento y discutamos esto con calma. Es de la vida de esta ciudad de lo que estamos tratando aquí. - Ya os he dicho lo que debéis hacer -dijo Yarius aburrido. - No vamos a alertar a la guardia imperial hasta que no haya otra alternativa. - ¡La alternativa es el libro! -repitió Lord Mathey. - ¡No! -le cortó Yarius. - ¡Silencio! -la monotonía de la discusión estaba siendo agobiante para el gobernador- Yarius, ¿qué... demonios es lo que tiene ese libro de particular? Yarius alzó una ceja como si la expresión del gobernador resultase apropiadamente cómica. - Es mejor que no lo sepáis -contestó. - ¿Es algo que puede ayudarnos con ese ejército invasor? - No. - ¡Mentira! - ¡Lord Mathey! ¡No hable hasta que le dé la palabra! -el anticuario suspiró enojado al oír al gobernador. Se volvió hacia Yarius- Yarius, ¿Estáis seguro de que no conocéis nada que pueda ayudarnos a combatir a ese ejército? - No, salvo poner este asunto en conocimiento de la guardia imperial -el gobernador suspiró al oirle repetir lo mismo. - Muy bien, gracias, Yarius -dijo- Lord Mathey, usted dice que ese libro puede destruir a nuestros enemigos sin tener que sacar este asunto de aquí, ¿No? - Exacto -respondió el anticuario. Yarius le miraba odiosamente. - ¿Y cómo puede ayudarnos un vulgar libro a destruir un ejército? -preguntó el gobernador. - El libro describe una antiquísima ceremonia a través de la cual pueden invocarse criaturas mágicas que siguen las órdenes del sacerdote. - ¿Qué sacerdote? -seguía el gobernador. - El que culmine la ceremonia. - ¿Cómo sabéis vos todo eso? -le preguntó Yarius con rostro sorprendido- ¡¿Habéis estado leyendo el libro sin mi autorización?! - ¡Silencio, Yarius! -dijo el gobernador- Y decidme, Lord Mathey, ¿Cuanto tiempo se requiere para celebrar esa ceremonia? -los ojos del gobernador brillaban de satisfacción entre su mofletuda cara. - Oh, muy poco. Pero aún tendré que revisar el libro a fondo, si vos aprobáis esta acción, gobernador. - ¿Y esas criaturas podrían librarnos del enemigo? - Sí. Su poder es muy superior al de cualquier ejército. - ¿Sin ninguna otra ayuda? - No, señor. No haría falta la intervención de la guardia imperial ni imponer una cuarentena de invasión en Longbow Port. Yarius escuchaba desconcertado. Había guardado celosamente el libro en todo momento; ¿cómo podía Lord Mathey saber tanto acerca de él?. Lentamente, su mente llegó a una dolorosa, improvable respuesta, pero que encajaba demasiado bien con la realidad. El comunicador de la mesa sonó y el gobernador se dispuso a contestar. - ¡Vos estáis poseído! -repentinamente el bibliotecario gritó a Lord Mathey- ¡Estáis poseído por los demonios del libro! - ¡Gobernador! -gritó el anticuario- ¡El bibliotecario desvaría! ¡Ese libro es nuestra única salvación y él intenta negárnosla! - ¡Cállense los dos ahora! -dijo el gobernador mientras intentaba contestar a la llamada. De pronto Yarius se levantó como en trance y extrajo de debajo de su túnica una daga. La empuñadura tenía forma de cruz enmarcada en un círculo y sonaba como un sonajero. El anticuario quedó totalmente horrorizado al ver el artefacto. Sir Edion saltó de su silla y se encogió contra un rincón. - ¡Yarius! -gritó el gobernador- ¡Guardias! ¡Guardias! Los tres guardias del pasillo entraron y, a una orden del gobernador, encañonaron al bibliotecario con sus armas. Pero Yarius no se detuvo y se abalanzó sobre Lord Mathey cantando un salmo. Lord Mathey estaba paralizado. Los guardias sujetaron a Yarius justo antes de que alcanzara al anticuario y le arrebataron el puñal. Lo arrastraron fuera de la sala mientras él seguía forcejeando; gritaba que Lord Mathey estaba poseído y le llamaba “demonio”. Pese a su edad, estaba logrando zafarse de los fornidos guardias que lo sujetaban. Uno de los guardias le golpeó en la nuca con la culata de su rifle pero él no desistió. Le golpeó una segunda vez y lo dejó sin sentido. Lo arrastraron sin dificultad hacia la comisaría. Lord Mathey respiraba con dificultad; estaba pálido y temblaba por el miedo. Sir Edion se volvió a sentar secándose la cara con un pañuelo. - Ya... ya ha pasado, Lord Mathey -le decía el gobernador al ver su aspecto- No... no comprendo... Yarius es un hombre muy terco pero es una de las personas más calmosas y pacíficas que conozco... nunca le había visto así. - Nunca me gustó ese hombre -respondió Lord Mathey más calmado- siempre ocultando sus secretos para que nadie más los conozca... El comunicador volvió a sonar; el gobernador lo había desconectado sin querer. Al contestar oyó la agitada voz del capitán Hargus gritando que el ejército enemigo ya estaba a la vista. El gobernador le ordenó resistir todo lo que pudiera porque creía haber encontrado la solución. Hargus respondió que no le valían suposiciones. El gobernador le repitió la orden y cortó. Luego le dijo a Lord Mathey que tenían que darse prisa en preparar esa ceremonia. Ambos salieron apresuradamente de la sala. Sir Edion quedó solo y confuso en su silla. En los calabozos, dos guardias depositaron a Yarius sobre la litera de una celda y cerraron la puerta tras salir. Otro de ellos estaba metiendo la ornamentada daga en una caja fuerte. Los dos guardias iban por el pasillo pavoneándose de su hazaña: reducir al anciano bibliotecario. Súbitamente, el pasillo quedó inundado de una luz roja una insistente alarma empezó a recorrer la comisaría. Los invasores estaban ya en las afueras de la ciudad. Sus numerosos y oscuros vehículos flotaban rápidamente hacia la línea defensiva que la policía había organizado. Los transportes tenían plataformas a ambos lados donde viajaban varios guerreros con sus armas preparadas. Los edificios más exteriores de la ciudad eran como torres y búnkers fortificados y no había modo de penetrar en ella sin lucha. Los vehículos de vanguardia empezaron a disparar extraños proyectiles de energía hacia los defensores. El capitán Hargus disparaba su rifle automático insistentemente contra los enemigos que se acercaban. Los invasores no se habían comunicado, no habían dicho una sola palabra. En cuanto vieron una defensa organizada ante ellos se lanzaron a la carga montados en sus vehículos flotantes. Vestían armaduras negras con dibujos blancos de esqueletos y daban salvajes gritos de guerra. Hargus seguía disparando su arma a los ocupantes de los vehículos, ya que los propios vehículos eran demasiado resistentes. El sargento Thanell, al mando de una escuadra de Rangers, dió orden de disparar y las ametralladoras de los bípodes segaron el lateral de uno de los vehículos, haciendo que sus ocupantes cayeran rodando debido a la elevada velocidad. Los proyectiles de los invasores empezaron a hacer estragos: la escuadra de Thanell al completo fue eliminada por un sólo vehículo enemigo erizado de cañones por todas partes. Tras el ensordecedor ruido de las explosiones Hargus recibió informes de que algunos grupos de invasores se habían infiltrado por otros puntos de la ciudad, al norte y al sureste. Los guerreros saltaron de los transportes y dispararon sus armas mientras cargaban contra la línea defensiva. Varios guerreros más se acercaron flotando sobre grotescas máquinas aplanadas, como patines voladores, y pasaron entre las filas policiales acuchillando a los humanos con las bayonetas de sus armas. Patinaron con sus artefactos volantes a lo largo de la línea policial disparando a diestro y siniestro. Poco a poco todos fueron derribados a tiros, pero habían causado muchas bajas y debilitado la defensa en el flanco derecho. Los invasores atacaron con más crudeza ese flanco. Hargus ordenó al sargento Krane que moviera su VCR (vehículo de control de revueltas) para reforzar el frente derecho. El VCR es un transporte de tropas blindado basado en el modelo del Chimera de la guardia imperial utilizado para transporte de los grupos antidisturbios y frecuentemente armado con armas pesadas para sitiar edificios capturados por las bandas. El vehículo se propulsó con sus seis gruesas ruedas hasta ponerse tras el frente derecho y disparó la gran ametralladora pesada montada en su torreta hacia los enemigos, barriendo toda una fila que estaba a punto de alcanzar la barricada. Algunos policías entraron en el VCR por la parte de atrás y empezaron a disparar las metralletas montadas en el lateral del vehículo. El gobernador y Lord Mathey llegaron al lugar del conflicto en un vehículo oficial escoltado por policías en motocicleta. El anticuario llevaba bajo el brazo el gran libraco que acababan de robar de la biblioteca de Yarius. Había estado leyéndolo todo el camino hasta allí, excepto cuando lo dejó un instante para hacer una llamada por su comunicador. La tela que el bibliotecario había colocado envolviendo la cubierta había sido rasgada por Lord Mathey y ahora mostraba una encuadernación de piel grisácea y muy desgastada con un símbolo metálico de un círculo con ocho flechas apuntando hacia fuera. Los guardias del gobernador se sobresaltaron cuando vieron aparecer por una esquina un grupo de unos cincuenta civiles. - ¡Quietos! -gritó Lord Mathey- lo he llamado yo, son mis acólitos. Los necesito para celebrar la ceremonia. La línea policial resistía con dificultades, pero resistía. Los invasores no parecían dispuestos a retirarse y seguían martilleando las defensas de la ciudad. Las aspilleras de los puestos de guardia despedían leves llamaradas al disparar los policías de su interior a través de ellas. Varios VCR más se habían distribuido tras las líneas como fuertes móviles y descargaban sus armas contra los invasores, quienes se habían atrincherado amontonando rocas y colocando los restos de algunos de sus vehículos destruidos como barricadas. El ruido de disparos y explosiones era infernal para el gobernador, más acostumbrado a las suaves melodías que siempre flotaban por los altavoces del ayuntamiento. El anticuario empezó a decir a sus alumnos que formaran un círculo en torno a él y luego que algunos se amontonaran en diversos puntos del círculo, formando un raro símbolo: un círculo con ocho flechas apuntando hacia fuera, como el emblema de la cubierta del libro. Una vez todos estuvieron en posición, Lord Mathey empezó a recitar los salmos del libro en una lengua incomprensible, como un contínuo murmullo. Casi no se le oía debido al ruido del tiroteo que estaba teniendo lugar a escasos cincuenta metros, pero a él no parecía importarle. Todos los civiles permanecían sentados con las piernas cruzadas y oyendo atentamente lo que podían del anticuario, como él les había dicho. Todos tenían el miedo reflejado en sus rostros, ya que no estaban lejos de la batalla y los disparos y explosiones se sucedían aterradoramente cerca. El combate se había recrudecido con la llegada de más invasores y artefactos que parecían tanques flotantes con enormes pinzas. Varios policías armados con lanzagranadas dispararon contra uno de estos tanques como escorpiones; los proyectiles estallaron al chocar contra el escudo frontal del vehículo e hicieron un boquete en él, pero esto no detuvo a la máquina. Lord Mathey iba subiendo su tono cada vez que empezaba a cantar un nuevo salmo del libro. El gobernador observaba la marcha de la ceremonia desde su coche, donde se había refugiado. Algunos de los civiles que participaban en la ceremonia empezaron a sentir algo, una sensación de inmenso bienestar. De pronto no tenían miedo del tiroteo que tenía lugar cerca de ellos, sino que les hacía sentirse mejor. Una tremenda explosión sacudió a uno de los VCR cuando un arma pesada de los invasores lo atravesó. El estallido hizo que algunos de los civiles temblaran de placer, como si el ruido y la desperación del combate les hiciera disfrutar. - ¡Invoco al Príncipe del Placer! -decía- ¡Señor del éxtasis infinito, líbranos de nuestros enemigos con tus amadas hijas, portadoras de muerte! ¡Te ofrecemos consagrar nuestra ciudad a tu causa por toda la eternidad! El gobernador salió del vehículo totalmente perplejo por las palabras de Lord Mathey. Empezó a preguntarle a gritos qué demonios estaba diciendo, pero el anticuario siguió con sus súplicas ignorándole por completo. - ¡Danos tu abrazo protector, oh señor de la felicidad! - ¡Te rogamos! ¡Te suplicamos! ¡Otórganos el beso de tu placer! -El gobernador casi quedó aterrorizado cuando todos los civiles de la ceremonia dieron al unísono esta respuesta a los salmos de Lord Mathey como si se supieran la liturgia de memoria. Todos tenían los ojos cerrados y la cabeza baja y ninguno parecía darse cuenta de lo que estaba haciendo. - ¡Haznos fuertes, dios de deliciosas emociones! ¡Para que podamos defendernos de nuestros enemigos y poder servirte con nuestros cuerpos y nuestras almas! ¡Permitenos disfrutar con la muerte de aquellos que se oponen a tu credo! -decía el anticuario. - ¡Te rogamos! ¡Te suplicamos! ¡Otórganos el beso de tu placer! -respondían los civiles. El gobernador quería detener aquello, pero no se atrevía a acercarse. Se percató de que todos los que estaban tomando parte en la ceremonia estaban sonriendo. Eran sonrisas infantiles, inocentes, felices. Temblaban y se retorcían pasándose las manos por todo el cuerpo. Se tumbaban y rodaban por el suelo soltando leves carcajadas agudas, tranquilas, felices. Lord Mathey empezó a convulsionarse espasmódicamente, pero su rostro estaba sereno, incluso alegre, feliz mientras continuaba con sus oraciones, que ya sólo recibian jadeos y risas como respuesta sin que esto el preocupase. - ¡Esto es una locura! ¡Se ponen a celebrar no-se-qué de la felicidad y hay policías muriendo por ellos allí mismo! -dijo el gobernador, quien no entendía nada de lo que ocurría- ¡Deténgan ahora mismo a Lord Mathey! -dijo a los policías de su escolta. Dos de los policías pasaron entre los civiles, que estaban tumbados en el suelo riendo felizmente y contoneándose como si estuvieran en compañía de un amante invisible. Se acercaron al anticuario, quien seguía de pié recitando más oraciones. Lord Mathey les miró con una faz inocente y amable y les hizo señales con una mano, invitándoles a unirse a la aparente fiesta en que se había convertido la ceremonia. Los agentes pensaron que se habían vuelto todos locos y se dispusieron a inmovilizar al anticuario. El gobernador pensaba que iba a dar una buena lección a Lord Mathey por engañarle de esa manera. Le había prometido salvar la ciudad sin tener que sacar el asunto de allí y ahora se había puesto a celebrar una orgía en el mismo campo de batalla. Miró a la línea policial justo a tiempo de ver cómo otro de los VCR saltaba por los aires, literalmente, merced a una violenta explosión azulada. Los policías empezaron a retroceder a posiciones más retrasadas al verse incapaces de contener por más tiempo el ataque invasor. Otro VCR desató una tormenta de venganza sobre otro transporte y lo voló en mil pedazos. Los incursores que rodeaban al vehículo huyeron despavoridos antes de reagruparse. Pensó que iba siendo hora, de veras, de alertar a la guardia imperial. Michael Hargus estaba herido. Un proyectil enemigo le había alcanzado el hombro. No era más que un rasguño, pero le escocía como si le hubieran cortado con un cristal de sal. Intentó cubrirse lo más posible tras un ancho escudo blindado de los que usaban para avanzar por calles y pasillos, pero ahora los estaban usando para retroceder. Mientras retrocedía seguía disparando como podía con el brazo bueno a la vez que apenas sostenía el escudo con el brazo herido. Se agazapó tras la esquina de uno de los búnkers en que se habían convertido las casas de las afueras de Longbow Port y ordenó mantener posiciones. La herida empezó a hacerle perder la sensibilidad en todo el brazo; estaba seguro de que estaban disparando proyectiles envenenados o algo grotescamente similar. El gobernador quedó perplejo cuando vió a los dos policías que estaban a punto de detener a Lord Mathey arrojar sus armas al suelo y unirse a la extraña ceremonia. Se quitaron sus cascos y sus armauras de anti-disturbios y empezaron a actuar como los fanáticos civiles, quienes se besaban entre sí y seguían sonriendo y carcajeándose como colegiales. - ¡Esto es brujería! -dijo el gobernador- ¡Es como los casos que me contó ese testarudo de Yarius! -se quedó meditando un momento- Hmm... seguro que él puede poner fin a esta locura de ceremonia -se volvió hacia otros dos de sus guardaespaldas- Id a la prisión de la comisaría y traedme a Yarius, el bibliotecario. Rápido. Los policías montaron en sus motocicletas y se dirigieron calle arriba. “Por suerte la comisaría no está muy lejos” pensó el gobernador. Cuando se volvió para ver la evolución del tiroteo, percibió algo extraño en el lugar de la ceremonia. Lord Mathey tenía una estatura medio metro mayor. Sus orejas se estaban haciendo puntiagudas y le estaban brotando cuernos óseos de las sienes. Todos estos cambios le estaban desgarrando la piel y se oían crujir sus huesos. Para mayor angustia del gobernador, que le mirada, sus músculos eran de un color púrpura azulado muy oscuro, casi negro, bajo su torturada piel. El libro |
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